Capítulo I: La Rueda. Un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (8)

Jacob Böhme. Aurora


LA RUEDA COMO SÍMBOLO CÍCLICO. 
LA CONCEPCIÓN TRADICIONAL DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO (I)

La rueda, tal y como la ha investigado Federico González, constituye un esquema simbólico que permite comprender un tema tan complejo como el de los ciclos y los ritmos, los que conforman la Ciclología, una rama de la Ciencia Sagrada que muchas tradiciones han desarrollado de manera especial y a través de la cual podemos comprender también la Cosmogonía Perenne. En El Simbolismo de la Rueda hay un capítulo (el VII, al que ya nos hemos referido),(1) enteramente dedicado a esta cuestión, y en el que se ponen las bases y la ideas doctrinales esenciales de esta ciencia que sin duda nos permitirán acometer estudios que abarcarán también los grandes temas estrechamente relacionados con ella, incluyendo desde luego a la Historia y la Geografía, es decir al tiempo y al espacio, coordenadas que la rueda recoge en su estructura geométrico-numérica. Así lo deja dicho Federico en el capítulo II de El Simbolismo de la Rueda al afirmar que:

Con nuestra óptica cultural contemporánea, estamos acostumbrados a visualizar al espacio y al tiempo como homogéneos, sin fisuras. La antigüedad no pensaba lo mismo. Y establecía en distintos lugares geográficos, especialmente elegidos, y en fechas calendáricas precisas, sus espacios y tiempos rituales. Y esos son precisamente, en la trama invisible de la vida, los puntos de coyuntura (ensambles, nudos o ligaduras), o de interconexión con otros planos o mundos.

(…) al instaurar un espacio y un tiempo significativo, en la masa de lo amorfo e indeterminado, se lo sacraliza y se lo realza por su cualidad intrínseca, en detrimento de lo menos significativo o profano, netamente vinculado con lo relativo, lo múltiple y lo trabajoso.

(…) Hemos visto entonces cómo el nacimiento de un ser –por ejemplo una cultura– crea simultáneamente un nuevo espacio y un nuevo tiempo, en donde se desarrolla ese ser; y que tal desarrollo no es sino ese ser mismo. O dicho de otra manera: que toda creación renueva las posibilidades espacio-temporales, arquetípicas, de la creación original, y no es sino una modalidad de esa misma creación, al actualizar las posibilidades de lo que en el universo manifestado ha dado lugar a las coordenadas espacio-temporales.

Para una civilización tradicional, las fiestas sagradas son puntos significativos en la circunferencia del ciclo calendárico, que garantizan la comunicación con la energía invisible del centro, reflejo de la verticalidad. Lo mismo sucede con el vasto espacio que, como el año, presenta puntos y situaciones de coyuntura, de comunicación de energía a través de distintos planos o niveles. Ellas están dadas en circunstancias geográficas precisas, en los lugares donde se establecen las ciudades, se fundan los templos, o se instala la casa habitación.

Y en la nota 33 leemos esta importante reflexión:

En la vida (ciclo) de un hombre esos puntos significativos, en los que se establece comunicación directa o vertical con otros tiempos o espacios, o mejor donde se actualizan otras lecturas o vivencias de las coordenadas espacio-temporales en las que estamos enmarcados (crucificados), pueden ser visualizados como estados importantes de la conciencia y muchos de ellos se recuerdan como significativos o como evocaciones o «remembranzas», en el sentido que Platón atribuía a este término.

Tenemos aquí, nítidamente expresada, esa íntima relación del tiempo con la memoria del hombre, con la anamnesis, o sea con el recuerdo de realidades y estados que existen replegados en el interior de la conciencia, y que se despliegan, es decir «nacen», como resultado de la «apertura» de los chakras, palabra hindú que como todos sabemos significa precisamente ‘rueda’. Esto es posible porque como dice nuestro autor en este capítulo VII «el tiempo es una categoría del alma», o sea es una cualidad de su naturaleza, y que además, añade, «nace del interior del corazón y constantemente se regenera a sí misma». Esta regeneración es, naturalmente, otra forma de referirse al viaje iniciático, el que se realiza en y con el tiempo, pero también en y con el espacio, pues ambos, como decimos, son inseparables en tanto que elementos fundamentales de la realidad psico-física, ya sea cósmica o humana, la que siempre ha de tomarse como un símbolo de la realidad espiritual, esto es como soportes de la realización interior.

El alma humana entra al mundo por una puerta y sale por otra, y en el ínterin –signado por el espacio y el tiempo– tiene la oportunidad de reconocerse y escapar de esa condición por la identificación con otros estados del Ser universal, que puede vivenciar por medio de la conciencia individual –semejante a la conciencia universal– y que constituyen la posibilidad de la regeneración particular –y también de la universal–, siempre, claro está, tomando como soporte a la generación y la creación en el espacio y el tiempo.

Sin duda, nuestro autor alude aquí a las puertas solsticiales, la de verano y la de invierno, fenómeno astronómico anual que señala el momento en que, durante su recorrido anual aparente, el sol alcanza su momento más álgido y más bajo respectivamente. Esas dos puertas solsticiales de verano e invierno formaban, y forman parte todavía, de los ritos iniciáticos de muchas tradiciones, y señalan dos momentos del proceso iniciático pertenecientes a los misterios menores, a los que antes nos hemos referido.

Por la puerta correspondiente al solsticio de verano (la «puerta de los hombres») el ser entra en el dominio de la manifestación individual, y por la puerta correspondiente al solsticio de invierno (la «puerta de los dioses») ese mismo ser tiene la oportunidad de abandonar o escapar de ese ámbito individual «por la identificación con otros estados del Ser universal», estados ciertamente supraindividuales e informales (o sea sin forma individualizada), que sin embargo puede vivenciar a través de su conciencia individual teniendo como soportes al tiempo y al espacio, lo que permite vivir en el alma su gradual proceso de universalización, o sea de identificación con ese mismo Ser universal(2). ¿Acaso podría ser de otra manera? Es decir ¿acaso podría el alma individual vivir ese proceso de transmutación o sublimación alquímica si no se viera a sí misma cada vez con mayor claridad como un reflejo del Alma universal hasta entregarse plenamente a su causa y origen? De ahí que, continúa nuestro autor,

la vida del hombre –y del mundo– no sólo constituye una gran oportunidad para la integración con el Ser universal y sus numerosos estados, absolutamente desconocidos para el grueso de la población, sino que nos señala igualmente que ese Ser universal se manifiesta, o existe, gracias a estas coordenadas espacio-temporales, que vienen a ser como su corpus sensible –los «sentidos» del mundo, análogos a los sentidos de los hombres–, en las que tanto él como nosotros nos reflejamos, tomando conciencia así de la unidad original; o dicho de otro modo: que el espíritu se reconoce a sí mismo por sí mismo.

Por otra parte, toda la historia y la geografía sagradas no son sino la ejemplificación de estas mutuas correspondencias entre espacio y tiempo y, como acabamos de ver, la manera en que el Ser universal se expresa o manifiesta, reflejándose en estas cualidades sensibles, en este código simbólico. O en otros términos: que el cosmos y sus coordenadas constitutivas vienen a ser la manifestación sensible del Ser u hombre universal. Así pues, es por su propio proceso de inmanencia en la manifestación cósmica que podemos reconocer, y reconocernos, en el Ser universal.

Estas palabras de nuestro autor son sumamente clarificadoras para todos aquellos que creen erróneamente que el Ser universal es una especie de «abstracción» que nada tiene que ver con la realidad cósmica y humana, cuando es precisamente su «sacrificio», es decir su «desmembramiento», según la opinión unánime de todas las tradiciones, lo que da lugar a la Manifestación en su integridad, y por lo tanto está presente de manera inmanente en cada uno de los seres y mundos creados, que existen gracias a él.

Evidentemente esta es una manera de describir simbólicamente el paso de la Unidad a la multiplicidad. Así como la unidad aritmética está presente en todos los números, de igual manera el Ser universal está también presente en el centro de todos los seres, que nada serían  sin esa presencia, por la que pueden «reconocerse» e identificarse con El. En la tradición hindú, Prajapati, uno de los aspectos de Brahmâ y semejante a Purusha (el Hombre Universal), es llamado precisamente «el Señor de los seres producidos».

De aquí también la idea del sol (cuyo «sacrificio» diario hace posible que renazca nuevamente al amanecer alumbrando, o dando a luz, al «nuevo día») como padre o progenitor de todo cuanto existe en su sistema. De igual modo habría que entender a los mitos y héroes solares de todas las tradiciones, los cuales constituyen los auténticos «progenitores» de sus culturas y civilizaciones. A continuación nuestro autor nos introduce de lleno en la naturaleza del tiempo y del espacio, y en sus mutuas relaciones, señalando en primer lugar

que el tiempo es mensurable en la medida en que se expresa en una variable divisible, es decir, el espacio. Por lo que siempre el tiempo está en relación con el espacio y lo supone necesariamente. 

Lo mismo sucede con el movimiento, que también se manifiesta en el espacio y que tiene del tiempo el orden sucesivo, razón por la que se le suele identificar con él, al punto de que se lo puede considerar como una representación espacial del tiempo.

En verdad, el movimiento –que no es sino la actualización de las potencialidades espacio-temporales– hace coexistir en sí mismo al espacio, que es simultáneo, con el tiempo, que es sucesivo, equilibrando de esta manera el orden del universo.
Tiempo y espacio se complementan e interactúan. El tiempo signa, da color, y modifica el espacio, como bien puede observarse en la simbólica del paisaje y sus cambios y variaciones a través de las cuatro estaciones del año, que no son en definitiva sino el reflejo directo de símbolos cíclicos más amplios, que encuentran su sentido en la idea del ciclo arquetípico. Y es de esta manera cíclica que conviene leer a la historia y la geografía –y a las artes y las culturas que en ellas se producen–, pues conforman una simbólica –una poética– del tiempo y el espacio.

La idea de que el movimiento «actualiza» las potencialidades espaciales y temporales es muy interesante, ya que liga a éste con el propio desarrollo de la vida universal, y por supuesto el de todas las existencias individualizadas comprendidas dentro de ella. La vida es inherente al movimiento, y la expresión «hálito vital» no alude sino a esto mismo en su sentido más esencial, como lo afirma concretamente nuestro autor cuando en El Simbolismo Precolombino (cap. XX), y refiriéndose al signo ollin (movimiento), señala que este término equivale efectivamente a lo que para nuestra cultura sería el «hálito vital» (3). Esta enseñanza está presente en el símbolo de la rueda (asociada estrechamente a la vida como hemos visto con anterioridad y lo que nuestro autor nos recordará de nuevo en las citas que siguen), la cual cobra sentido en su movimiento, en su ritmo cíclico, que actualiza efectivamente todas las posibilidades contenidas en el inmóvil punto central, origen de ese movimiento y por lo tanto también del espacio y del tiempo.

El modelo simbólico de la rueda expresa y reúne de la manera más clara y sencilla la coexistencia del espacio (o plano de irradiación donde todo está comprendido) y el tiempo, significado por el movimiento (en el que las cosas se manifiestan de forma sucesiva).

Y si nos atenemos a este modelo cósmico, comprenderemos que el punto virtual, siempre central –reflejo del eje vertical–, organiza el espacio, que en definitiva es la actualización de la potencia de ese punto rebatida en el plano horizontal.

La cual es recorrida sucesivamente, temporalmente, por la línea recta, o rayo, que establece la relación bipolar entre el punto original y el punto límite de la circunferencia (4). Estos coexisten como sucesivos y simultáneos, temporales y atemporales, cuantitativos y cualitativos; y también como móviles e inmóviles, y plasmados en el principio substancial (5), determinarán la forma (modo, color o signo) de la vida del modelo.

Una cuestión igualmente relevante para poder entender toda esta simbólica que relaciona al ser humano con el conjunto del cosmos (que el modelo de la rueda ejemplifica), tiene que ver con el concepto de magnitud, o sea con la dimensión o extensión que ocupan los cuerpos en el espacio así como con las distancias comprendidas entre ellos, pues si bien dicha extensión está signada por lo cuantitativo en cuanto que pertenece por entero al mundo sensible y concreto, sin embargo ella expresa un orden que está relacionado con el «plano arquitectónico de la creación», es decir con las leyes de la proporción y la medida (y por tanto con el número y la geometría), las cuales tienen evidentemente no sólo un aspecto cuantitativo sino también cualitativo. Por eso mismo:

En la economía divina, lo indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño se sitúan en una escala, o enmarque, que está en correspondencia con el hombre y el mundo, sin lo cual todo carecería de sentido y por lo tanto no podría ser aprehendido, ni existir de ninguna manera. Lo que nos reconduce a la idea de que el cosmos (macro y micro) constituye una sola «cosa», y una sola «materia» (6), y por lo mismo un conjunto análogo, compuesto por leyes semejantes, aunque tomen formas diferentes, como lo ejemplifican el cuerpo humano, la cultura de las civilizaciones y el discurso musical. Esta escala se expresa en y por el movimiento pendular de los ritmos y los ciclos, y se computa y comprende en términos dimensionales.

Desde este punto de vista el espacio y el tiempo pueden ser visualizados como indefinidos, precisamente al situarnos a nosotros, y al mundo, en un orden de magnitudes variables y finitas.

Notas
(1)Este capítulo, titulado «Ciclos y Ritmos», es complementario con aquel otro ya mencionado que conforma el capítulo III de Simbolismo y Arte, «El Ser del Tiempo».

(2)Puede decirse que es tras esa identificación con el Ser, o sea con la Unidad, con el Sí Mismo, que comienzan verdaderamente los misterios mayores, o la «iniciación polar». En este sentido los misterios menores, relacionados con las dos puertas solsticiales, tendrían que ver entonces con la «iniciación solar», que incluye también a todos los procesos vividos en el plano yetsirático (regido por la luna) en tanto que preparatorios para dicha iniciación.
La vida de Cristo, como la de otros héroes solares, es paradigmática a este respecto, pues las etapas de su historia humana, inscrita en una geografía igualmente significativa, reproducen exactamente las del viaje iniciático, que culmina en la cúspide del monte Gólgota, «donde se produce la exaltación gloriosa, la absorción en el regazo del Padre, lugar elevado, especialmente señalado en todas las tradiciones como sitio de contacto con otras realidades que están más allá del cosmos».

(3)En el capítulo siguiente, donde hablaremos del simbolismo precolombino en la obra de nuestro autor, nos extenderemos un poco más en la idea de movimiento asociándola al signo ollin.

(4)Esto último nos recuerda un hecho señalado por muchas tradiciones: que el espacio es «medido», y por lo tanto generado, por los «rayos solares», y es ésta una manera de relacionar también el tiempo y el espacio, teniendo en ambos casos al sol como protagonista principal. Recordemos en este sentido que Apolo, deidad solar por antonomasia, es denominado el «Dios geómetra». El movimiento del sol por la eclíptica zodiacal, o sea por el espacio donde se ubican los distintos signos zodiacales, «genera» el ciclo temporal, ya sea diario, anual o precesional, caso este último que está relacionado con los ciclos cósmicos. Añadiremos que desde el punto de vista humano el zodíaco constituye el «marco del cosmos», o sea su límite espacio-temporal, más allá del cual estas coordenadas no existen, viviéndose otros estados del Ser universal.

(5) Ese «principio substancial» no es otro que Prakriti, según la tradición hindú, equivalente a lo que la tradición occidental denomina la «materia prima», o «quintaesencia», que es el origen, el centro, de los cuatro estados de la materia sensible y de sus correspondientes estados a otros niveles más sutiles. Esto está muy bien explicado en el Árbol de la Vida Sefirótico (Ver los tres diagramas del Árbol en el capítulo V de El Simbolismo de la Rueda).

(6)Nuestro autor se hace eco aquí de lo que para la Antigüedad clásica significaba la palabra «materia», o la palabra «física», que eran sinónimas de «cosmos». Es decir no sólo se entendía por materia, o por física, la noción que se tiene hoy en día de ellas, sino que ambas constituían el cosmos en su integridad, en sus distintos niveles o planos de manifestación. Como hemos dicho en la nota anterior, en su sentido más primordial la «materia» alude a la «Substancia universal» o «quintaesencia» (Prakriti), que es de la que nace justamente la manifestación cósmica bajo el influjo luminoso del Espíritu, la «Esencia universal» (Purusha). Precisamente, y como indica Federico a continuación, es porque tienen ese mismo origen que dichos planos conforman entre sí un conjunto análogo y con leyes semejantes.

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