CAPÍTULO II. LA TRADICIÓN PRECOLOMBINA. La América Antigua y el Pensamiento Arcaico (1)
Textil de Paracas. Perú
Conviene en este sentido volver a recordar aquello que Federico González afirma en esta obra sobre la Ciencia de la Simbólica vista a través de la
cosmovisión de las culturas arcaicas, en este caso americanas, ampliando un
poco más lo dicho ya en El Simbolismo de la Rueda y que reiterará en otros
libros posteriores con otros matices distintos e igualmente enriquecedores que
contribuyen y nos ayudan sin duda alguna en nuestra comprensión de los
misterios de la cosmogonía. En este caso queremos traer de nuevo sus palabras
acerca de esta ciencia, la Simbólica o Simbología, y de quien la estudia e
investiga, el simbólogo, al que distingue del historiador de las religiones, el
cual limita y ubica en el espacio y el tiempo a la cultura que estudia, aunque,
añade, Federico:
los mejores de entre
ellos, encabezados por Mircea Eliade, llevan sus investigaciones hasta la
estructura misma de lo religioso expresando su origen atemporal. La Simbología
no toma en consideración, sino en forma secundaria, las condiciones históricas
donde se produce el símbolo, destacando por el contrario valores no históricos,
es decir esenciales y arquetípicos. Pero sobre todo lo que diferencia al
simbólogo y al historiador de las religiones es la actitud con que enfrentan el
conocimiento. Efectivamente, el simbólogo no sólo toma a los símbolos, mitos o
ritos como objetos estáticos –que tienen una historia– sino también como
sujetos dinámicos siempre presentes, que se están manifestando ahora. O sea,
como capaces de cumplir una función mediadora entre lo que expresan en el orden
sensible y la energía invisible –la idea– que los ha generado. (…) Razón por la
que el simbólogo prefiere tomar al símbolo en sí –sin descuidar su contexto–,
en cuanto éste no es sólo un objeto comparable a otro objeto, sino que además
es considerado como sujeto de una realidad siempre existente que lo ha
plasmado, a la que expresa de manera directa. La idea que manifiesta y a la vez
oculta el símbolo es lo que a la Simbología le interesa. (Capítulo II).
Recordemos: el símbolo no es histórico, aunque naturalmente se manifiesta en la
Historia hasta el punto que ésta misma constituye finalmente un símbolo de lo
suprahistórico. Por otro lado, estas palabras de nuestro autor son toda una
lección acerca de la actitud, o intención interior, que han de tomar quienes se
interesan en el verdadero esoterismo y la metafísica, los que buscan una
lectura de la realidad que está más allá de las apariencias y lo
fenoménico-psicológico e intentan ligar sus vidas al ritmo secreto, invisible,
del universo. Para ello han de saber que la Tradición es idéntica a una
transmisión de orden estrictamente intelectual-espiritual, una Poética
trascendente podríamos decir, que el símbolo revela y que constantemente nos
ofrece la posibilidad de ser aquello que se conoce, o sea la identidad del ser
en el Conocimiento.
Asimismo, al considerar al símbolo como revelador de una
realidad otra, y que conforma su razón de ser, desaparecerán en nosotros
ciertas barreras psicológicas que hasta entonces impedían apreciar la auténtica
naturaleza de lo que el símbolo es en esencia, o sea su realidad ontológica y
metafísica. Ese acercamiento a la intimidad del símbolo es ya una liberación de
esos lazos psicológicos que nos mantienen en el «umbral» de una puerta que
necesariamente, tarde o temprano, en esta vida o en otro estado del ser, hemos
de traspasar y que prefigura futuros «descubrimientos» que irán jalonando el
proceso de lo que sin duda alguna constituye la iniciación en la «Vida real».
Con El Simbolismo Precolombino
nuestro autor se propone «despertar» nuevamente el interés por la Simbólica,
acudiendo en este caso a las posibilidades indefinidas que le ofrecen las
simbologías de la América Antigua, que por el hecho de estar aparentemente
muertas, ha debido seguir en su investigación, como él mismo dice, un difícil
proceso de reconstrucción a través de sus fragmentos, códigos y monumentos
parcialmente completos, las crónicas de los conquistadores y distintos
testimonios, así como por jirones aún vivos del folklore, la danza, el diseño
de tejidos y cestería, sus monumentos, etc., para poder entenderlas. Pero sobre
todo hace especial hincapié en sus símbolos y mitos cosmogónicos y teogónicos,
que se corresponden:
con
símbolos y mitos de otros pueblos, incluidos sus modelos del universo y
estructuras culturales –evidentes por ejemplo en el simbolismo constructivo, de
base geométrica y numeral–, los que nos permiten por analogía aproximarnos al
conocimiento de las tradiciones americanas y tener una visión lo
suficientemente neta de ellas, al menos como fundamento para intentar comprenderlas
en su esencia sin que sólo signifiquen tristes ruinas o antiguallas sin
sentido, o un pasado desconocido, hipotético y grandioso del cual todo se
ignora.
Por
otra parte, y como ya hemos dicho, a pesar del saqueo, la sistemática
aniquilación y el múltiple vejamen sufrido, las tradiciones precolombinas aún
están vivas y vigentes, reveladas en sus símbolos, en sus mitos y en su
cosmogonía, en sus ideas arquetípicas, sus módulos armónicos y sus dioses que
no esperan sino ser vivificados para que actualicen su potencia; es decir, ser
aprehendidos, comprendidos con el corazón, para que actúen en nosotros.
Qué duda cabe que en estas palabras
pertenecientes al capítulo I encontramos una auténtica «declaración de
principios» con respecto al enfoque que nuestro autor ha dado al contenido de
su libro, que sin lugar a dudas es único en su género por el «punto de vista»
desde el que se investiga y contempla el pensamiento indígena y arcaico. Por
eso mismo, en sus páginas no podemos sino encontrar beneficios intelectuales
asimilando en lo posible las ideas-fuerza con las que están tejidas, y que
revelan la magia y la teúrgia del símbolo y su sacralidad, las que le otorga su
capacidad actuante capaz de transformar nuestra sustancia mental en energía del
Conocimiento. El símbolo está vivo y es transformador pues al llegar a
comprender su esencia esa ficticia separación entre nosotros y la realidad a la
que él se refiere desaparecerá por completo. Así pues, será inevitable
enfrentar el estudio de El Simbolismo
Precolombino como una aventura, lo cual, por otro lado, es así con todos y
cada uno de los libros de nuestro autor, que tratan de la Cosmogonía
Arquetípica desde diferentes enfoques dada la pluralidad de sus significados y
porque en realidad las mismas culturas y civilizaciones que surcan la historia
del hombre son manifestaciones de un Ser Único y Universal, al que
simbólicamente se representa por el centro, o corazón, de la Rueda Cósmica.
Pero además, con esta obra nos sumergimos en un mundo tradicional que comprende
nada más y nada menos que un continente entero, con tres grandes áreas
geográficas –Norteamérica, Mesoamérica y Sudamérica– integradas por un sin fin
de pueblos, civilizaciones y culturas que se han ido sucediendo a lo largo del
tiempo, muchas de las cuales, en el momento de la conquista, se encontraban
todavía en pleno desarrollo, tal el caso de la azteca y la inca, que
conformaban dos grandes imperios al arribo de los europeos, y que coexistían
con otras en claro proceso de desintegración. Cada una de esas culturas tiene
su propia identidad y al mismo tiempo está imbricada con todas las demás a
través de determinadas estructuras y patrones de pensamiento que venían dados
por la existencia de símbolos, mitos y ritos análogos entre sí, conformando «un
conjunto de módulos específicos, típicamente americanos», que testimonian un
origen común, o sea
Una
gran Tradición madre que se hubiera ido desgajando en familias de naciones que
a su vez han sufrido diversas evoluciones, cambios interiores e influencias exteriores.(1)
Por ello mismo, la «singularidad» de esta obra con respecto
a las demás de nuestro autor estriba en que trata de una sociedad tradicional
en el pleno sentido de la palabra, pero además que esa sociedad tiene rasgos
propios, «típicamente americanos», o sea que tuvieron unas características tan
elaboradas, sutiles y sorprendentes que no se las puede hallar en ninguna otra
parte, y añade:
Quien se haya dejado
fascinar por la atmósfera y la belleza de las civilizaciones precolombinas
podrá comprender con claridad a qué nos estamos refiriendo. Daremos un sencillo
ejemplo apenas emulado por la mitología griega. Se trata en este caso de los
mitos mayas de la creación, los que se expresan de manera notoriamente
humorística, pero con una comicidad áspera y gruesa, cuando no grotesca y
sangrienta. Pues toda gestación –la del sol, la del hombre, la del maíz–
parecería ser el fruto del engaño, la burla, la dificultad, la contradicción,
el castigo o la venganza, expresados de una forma casi tan cínica y sardónica
como desenfadada que, por cruda, pudiera parecer chocante. El sacrificio y el
crimen ritual y la constante contradicción de los opuestos se contraponen en
una astuta danza de ritmos encontrados, descabellada y desopilante, en la que
domina la presencia permanente de lo discontinuo, lo intempestivo y lo absurdo,
de lo absolutamente paradójico e irreal y donde el único elemento constante es
la transformación de los seres y la mutación de las formas que aparecen y
desaparecen, mueren y nacen y participan de una misma sustancia universal. Esta
descripción de los orígenes (es decir la forma que toma para los indígenas
cualquier concepción) tiene en su base algo absolutamente extraordinario,
asombroso, desproporcionado, tal vez monstruoso y por cierto sagrado, que
despierta como reacción inmediata de atracción y rechazo la hilaridad y provoca
la carcajada como una manera de evocación del hecho asombroso o divino, del
tiempo atemporal, llamando así al hado mediante la exaltación, el regocijo
desmesurado –capaz de producir un estado análogo al del tiempo mítico, las
chanzas, fiestas y libaciones rituales.(2)
Nuestro autor alude a un «esfuerzo psicológico» por nuestra
parte para superar una forma de ver lo arcaico y primitivo como sinónimo de
ignorancia o estado «prelógico» de la humanidad. En realidad esta visión es
fragmentaria y dispersa, que es la propia del hombre moderno signado por una
cultura que niega sus propias raíces sagradas, a las que han acabado
sustituyendo por otros «valores» tales la idea del «progreso indefinido» y su
inevitable correlato: la superioridad técnica en relación a todas las
sociedades anteriores a la nuestra. La técnica elevada al rango de un dios
inferior al que se idolatra pues nos trae la «felicidad» material, mientras el
espíritu liberador es sepultado por la ignominia vertida hacia todo lo sagrado,
lo cual es un anuncio más del fin del actual ciclo humano. No hay sociedad humana
que perviva mucho tiempo sin estar vinculada a los mundos superiores, es decir
a las inteligencias –dioses– que generan y rigen la Vida universal, y en
consecuencia la del ser humano, con la que se encuentra entrelazada. No
olvidemos, por otro lado, que fue esa superioridad técnica la que llevó a la
conquista de América por parte de los europeos. No hubo otra «superioridad» que
no fuese ésa. En todo lo demás los pueblos indígenas de la América antigua
estaban en clara ventaja con respecto a sus «conquistadores», muchos de los
cuales ya habían perdido prácticamente toda relación con la esencia de su
propia tradición, si bien –época de grandes contrastes– en el Renacimiento
todavía Europa no había roto definitivamente los vínculos con los orígenes
sagrados de su cultura.(3)
En este punto tal vez sería conveniente acudir a la
distinción que nuestro autor realiza entre lo sagrado y lo profano, cuestión
ésta que es de vital importancia para entender más en profundidad una sociedad
arcaica y al hombre que la integra. Y cuando se trata de abordar la iniciación
a los misterios, en realidad esa distinción es lo primero que se ha de tener
meridianamente claro, o sea: saber separar lo sutil de lo espeso, lo interior
de lo exterior, el núcleo de la cáscara, en definitiva lo real de lo ilusorio,
que es todo aquello que por su misma naturaleza es impermanente y está en
constante cambio, frente a la presencia imperecedera de lo sagrado, de lo
intemporal y eterno, que abarca todo el campo de nuestra conciencia como la luz
del sol alumbra al mundo entero.
La realidad de lo
sagrado, que se impone por sí misma, es percibida en la interioridad de la
conciencia y se manifiesta como lo único, lo efectivo y verdadero. Como una
presencia no sujeta al devenir, inmutable, que no necesita de nada ni nadie, ya
que en sí misma es eterna. Frente a esta vivencia donde el hombre alcanza su
auténtico ser, las demás cosas serán entonces relativas y su valor estará dado
en la medida en que a su nivel son las expresiones del Ser Universal, al que
testifican y revelan, pasando a ser símbolos, soportes del conocimiento, o
perennes gestos rituales.(4)
Y más adelante advierte que no hay que confundir lo sagrado
con lo pomposo y solemne, tampoco con la simple religiosidad, la superstición y
la mojigatería, ni con una moral coercitiva. Y añade a continuación:
Incluso a veces [lo
sagrado] contiene algo de anormal o se presenta en forma monstruosa
(enfermedad, locura, desgracia) y hasta grotesca. De alguna manera esto se
patentiza en el tabú y lo tabuado, realidad que se encuentra marcada por un
halo equívoco –para quien está de fuera– como todo aquello que pudiera ser
‘antinatural’. Lo sagrado existe en el interior de la conciencia del hombre que
participa del Ser Universal, y sin embargo, este estado, esta realidad, es tan
difícil de describir como la naturaleza de aquello que ella misma expresa. Tal
vez se pudiera afirmar lo sagrado negando todo lo que no es tal. Pero tomando
muy en cuenta que lo santo no es sólo un ‘sentimiento’, como se pretende, ni
una fantasía, como se sospecha, ni una ‘virtud’ como se imagina. La realidad de
lo sagrado, su verdad, se desprende de la falsedad de lo profano, de su
ineficacia. Se piensa en la salud cuando se comprueba la enfermedad. Es gracias
a la creación que concebimos lo increado; en lo substancial lo esencial es inmanente.
Una concepción tradicional de la sacralidad está íntimamente ligada con el
conocimiento de otros planos o mundos a los que se vivencian como reales y que
no están fuera del hombre, como si constituyesen otros mundos físicos, o
lugares, sino que se hallan en el núcleo de su conciencia con la que puede
percibirlos.
Toda la cultura del hombre arcaico expresada a través de sus
símbolos, ritos y mitos, continúa nuestro autor,
es un recordatorio
gestual y mental continuo del plano invisible, de la sacralidad del mundo, y
una ofrenda constante de acción de gracias y reverencia a la deidad, a los
númenes que perpetuamente nos están generando. Cualquier pensamiento en
contrario jamás ha tenido cabida en una sociedad tradicional [en nota: «Que
podría engendrar un ladrón, un asesino, un traidor, pero nunca un ateo; éste es
un fenómeno que no puede darse en ella»], la cual extrae todo su conocimiento
de la aprehensión de estas verdades arquetípicas que constituyen su cosmogonía
–su forma de ver la cosmogonía única, merced a la cual pueden organizarse y
vivir libre y prósperamente a su medida y poseer una identidad que se traducirá
en sus actividades consuetudinarias, sus trabajos, ocupaciones familiares,
individuales, sus fiestas y juegos, su organización social, su escritura y
calendarios, sus dioses, sus mitos y símbolos, en suma, en su cultura como un
gigantesco rito total. (5)
Efectivamente, se necesita hacer un esfuerzo notable para
intentar comprender una sociedad humana vinculada permanentemente al mundo
invisible y donde la memoria de sus orígenes sagrados y supracósmicos está
siempre presente entre sus hombres y mujeres, lo cual necesariamente ha de
reflejarse en todos los actos cotidianos de su existencia. Por eso mismo, para
nosotros, que estamos inmersos en una sociedad que niega o adultera la realidad
de lo sagrado (6), es tan estimulante
tomar contacto con esas culturas aprendiendo a reconocer los símbolos que nos
han legado, y que tienen un carácter fundamentalmente didáctico al ser los
trasmisores de la enseñanza sapiencial y las ideas fundamentales de su cultura.
Tláloc, portador del maíz. Pintura mural de Teotihuacan. México
Ellos son vehículos que testimonian una concepción del mundo
que emana de la Cosmogonía Arquetípica y Perenne, y a través de ésta de los
principios metafísicos y universales, dentro de los cuales todo está
comprendido en esencia. Este es el motivo de por qué el punto de vista sagrado
y metafísico es inconmensurablemente superior al punto de vista profano, que se
pierde en minucias y siempre tiende a excluir y no a integrar y comprehender.(7) En esto consiste precisamente la
«ineficacia» de lo profano, que es ante todo una «deficiencia» cultural nacida
de una visión distorsionada y parcial de la realidad y la naturaleza de las
cosas. Pero esa «deficiencia» con la que hemos sido educados puede ser
subsanada precisamente, dice nuestro autor,
por el estudio y la
meditación en los símbolos, cultura y pensamiento del hombre de la Antigüedad,
sirviendo esta comprensión como un soporte para conocer la realidad a la que
todos los pueblos de todos los tiempos se han referido y que consideraban su
más maravillosa herencia y su más precioso legado, la razón de ser de ellos y
de la manifestación, el Conocimiento de otro mundo y otra vida, en la que esta
existencia se halla incluida –como una célula en el torrente sanguíneo– y de la
que no constituye sino un estadio y un símbolo de pasaje. Pero actualmente,
para conseguir este propósito hay que caer en cuenta de que la forma en que
nuestra mente y nosotros estamos preparados para la comprensión, o sea, nuestra
visión del mundo, no es la adecuada y se transforma en el peor enemigo del
Conocimiento (igual que nuestros afectos enraizados en esta descripción y lo
con ella relacionado) al considerar que es nuestra identidad. O sea que la
primera parte de este trabajo sería un desaprendizaje, un romper de estructuras
y ‘creencias’ viejas, las que se van destruyendo paulatinamente con la
aprehensión de otras nuevas, vinculadas por lo tanto a la aparición de un
hombre nuevo en el sentido iniciático de la expresión, y no relacionada con
simples cambios superficiales. (8)
II
En el capítulo VII («Algunos Símbolos Fundamentales»),
nuestro autor habla directamente del pensamiento arcaico (9) y la filosofía que destila, la cual es de una calidad muy
superior al pensamiento de la filosofía moderna, establecida desde sus orígenes
cartesianos en el discurso lógico y racionalista que ha desembocado, en sus
expresiones más radicales y deshumanizadas, en sistemas abstractos y en rígidas
estructuras que intentan encerrar al hombre dentro de sus estrechos límites.
Para centrarnos en el tema, recogemos de este capítulo VII las siguientes
palabras, que como siempre resplandecen de claridad y lucidez en la definición,
en este caso, de lo que es el sentido de la filosofía desde la perspectiva de
la Tradición Unánime, con base en el pensamiento asociativo y simbólico propio
de las analogías y las correspondencias:
En
términos generales, la filosofía es la expresión de un pensamiento que se
entrelaza con otros, constituyendo esquemas conceptuales que desembocan en una
idea de la vida, el mundo y el hombre, en una cosmovisión, una cosmogonía. Esa
síntesis de imágenes no tiene necesariamente que tener un desarrollo lineal y
lógico en el sentido racionalista del término. El discurso del pensamiento
humano se manifiesta de diversas formas, y entre los pueblos arcaicos, que sin
duda están más cerca de los orígenes, se expresa mediante unidades asociativas
que se relacionan a través de analogías, con base en la naturaleza misma de las
cosas, y cristaliza en símbolos, mitos y ritos con los que se aprehende la
realidad, de manera directa e intuitiva, al contrario del artificio ‘lógico’,
que la presenta de modo indirecto y sucesivo.
La filosofía actual ha olvidado
sus propias raíces y sólo se refiere a deshumanizadas especulaciones y a
‘sistemas’ abstractos y clasificatorios totalmente alejados de aquélla, a la
que considera como un objeto a tratar de forma intelectual; algo que debe pasar
por el análisis de la mente antes de otorgarle categoría existencial. Al
contrario, la filosofía de los pueblos primitivos se mantiene en un estado de
pureza y de comunicación entre el universo y el hombre (macro-microcosmos)
mucho más desarrollado; por lo tanto permite una mayor comprensión de las cosas
y consecuentemente un conocimiento más amplio de los diversos planos que la
constituyen. Este tipo de Filosofía es perenne y universal, y se corresponde
con una cosmovisión tradicional y unánime que se ha dado en todos los lugares y
tiempos, ya que existen en la naturaleza leyes constantes de causalidad,
número, espacio-tiempo, etc. (…)
Los
pueblos arcaicos y tradicionales han utilizado fundamentalmente al símbolo como
forma de comunicación, lo que establece una perpetua relación entre el signo y
la cosa simbolizada. Todos sus conocimientos se expresan simbólicamente porque
sus símbolos sagrados, como ya se ha explicado, manifiestan de modo real y
verdadero las energías que ellos representan y de las que son mediadores. El
símbolo es mágico en virtud de la analogía que lo liga indestructiblemente (y
lo identifica) con aquello que está simbolizando.
Nuestro autor señala las más
significativas manifestaciones culturales de los pueblos que conformaron la
América antigua, entre los que destacan (por ser los que mayores testimonios
han dejado de su cosmovisión teniendo en cuenta que son los últimos en
manifestarse, históricamente hablando) los mayas, los aztecas y los incas, sin
olvidarnos de la antigua tradición tolteca, de la que descendieron precisamente
los dos primeros junto con casi todos aquellos que surgieron en Mesoamérica a
lo largo de los últimos dos mil años. Esto no quiere decir que nuestro autor no
se refiera con cierta frecuencia a otros pueblos indígenas, como es el caso de
los indios norteamericanos (USA y Canadá), o mesoamericanos como los olmecas, o
de Sudamérica, como por ejemplo los indios guaraníes o del Amazonas, todos
ellos poseedores de una sutil y refinada cultura. Así lo descubrimos
precisamente al leer el himno guaraní que nuestro autor pone al principio del
libro, en el cual se describe con gran belleza y profundidad la creación del
mundo y del lenguaje humano como una emanación del Padre Supremo.(10)
Cerámica precolombina. Venezuela
Asimismo, y esto es importante de
destacar, en esas manifestaciones culturales reconoceremos igualmente unos
rasgos comunes y analogías con las tradiciones más arcaicas de la geografía
europea y occidental (donde tienen sus raíces la griega y la romana por nombrar
las más conocidas), las que si queremos ubicarlas en el tiempo son todas
aquellas anteriores al siglo VI a.C., fecha que constituye un «límite» cíclico
muy preciso dentro de la historia humana. Nuestro autor recupera la imagen de
ese mundo arcaico a través de la simbólica americana, situándonos así más cerca
de nuestros orígenes culturales, y esto, cuando es tomado con la plena
conciencia de lo que significa, produce el efecto de una catarsis realmente
purificadora. Es más, a poco que indaguemos en esa memoria que el símbolo va
actualizando iremos descubriendo una innegable atracción por todo lo arcaico y
antiguo, como algo muy íntimo que toca la médula misma de nuestro ser y que se
destaca por encima de nuestra rutinaria existencia profana, algo así como si la
distancia que proporciona el tiempo nos diera una perspectiva de lo antiguo
depurada de sus contaminaciones «historicistas», o sea más de acuerdo a su
naturaleza mítica y atemporal.
Esta es precisamente una de las ideas-fuerza
de este libro: su poder para hacernos recordar esa realidad que existe dentro
de nosotros y que ya no podemos obviar cuando se ha hecho presente, o sea
cuando la hemos recordado y encarnado en la medida que sea, en este caso
gracias a los conceptos claros con que nuestro autor la describe, ayudándose de
las imágenes y símbolos del arte indígena que se intercalan con el texto,
conformando la más exacta y precisa descripción de lo que es una cultura o
sociedad sagrada y tradicional. Una descripción que, como la didáctica que la
acompaña, han de ser superadas finalmente por la comprensión y vivencia de las
ideas que transmiten.
En ese sentido, queremos traer aquí estas otras palabras
de nuestro autor sumamente importantes que no han de caer en saco roto, o sea
entrar por un oído y salir por el otro, según una expresión muy popular que
todos entendemos perfectamente; se trata de señalar que para una cultura de
estas características no existen esos conceptos de símbolo, rito, mito y arte
con que nosotros nos manejamos, por necesidad, separándolos de lo profano para
intentar comprender algo que los pueblos arcaicos vivían sin necesidad de
ponerles nombre, puesto que estaban incorporados en su ser mismo:
Sin
duda en esta obra se han expresado algunos criterios dirigidos a aclarar los
conceptos de mito, rito, cosmogonía y arte, así como ciertos símbolos
fundamentales como el centro y el eje, el cuaternario, la doble espiral, e
igualmente la distinción entre lo sagrado y lo profano, etc. Sin embargo este
libro está dirigido a un público occidental y contemporáneo adscrito –lo quiera
o no– a los valores y criterios de la sociedad moderna. Para los actores o
protagonistas de una cultura tradicional y / o arcaica, los conceptos antes
enumerados, comenzando por los de símbolo, mito, rito y arte, no tienen ninguna
razón de existir –para la mayor parte de ellos ni siquiera tienen nombre en sus
vocabularios– pues son vividos de manera directa y no necesitan de una
explicación intelectual o de una reflexión para ser, en el mejor de los casos,
auténticamente comprendidos. Sencillamente constituyen la vida individual y
grupal, y como tales están incluidos en la totalidad de sus pensamientos,
creencias y acciones, que no se limitan a señalar lo sagrado, también lo
generan. (Capítulo XVII).
La realidad de lo arcaico, más allá
de la ubicación temporal dada por los «prehistoriadores», resuena en nuestro
interior como algo que está relacionado con un estado del ser que vive en un
tiempo completamente otro, de una naturaleza más sutil y donde habitan los
héroes y los antepasados míticos. Esa realidad evoca, en efecto, un tiempo sin
historia, de la que precisamente carecían los pueblos antiguos y arcaicos.
Señala Federico aludiendo a una conocida sentencia que «los pueblos felices no
tienen historia», o sea que el camino para alcanzar esa felicidad pasa
necesariamente por no estar sujeto a las leyes implacables del devenir, que
para esos pueblos no existe puesto que todo acontecer de la vida es
significativo y se experimenta desde un presente sin continuidad temporal.
En
una sociedad así las cosas no suceden linealmente en forma prevista sino que
todos los días son el primero de la creación y todo está tan vivo que puede
suceder cualquier cosa en cualquier momento. El hombre no imagina ni proyecta
lo que vendrá sino que vivencia constantemente la eternidad del presente. Para
el pensamiento precolombino el cosmos y la vida se están creando ahora mismo,
no son un hecho histórico, y se participa enteramente en esa generación.(11)
En otro lugar (capítulo VII) nos
señala que ese pensamiento arcaico puede ser obtenido investigando
profundamente en el ser humano, o sea en su esencia divina, y que esto
se verá recompensado por el conocimiento de otra forma de ver el mundo
que comulgará precisamente con las ideas originales que a éste le dieron vida.
Y precisamente son estas concepciones de las sociedades tradicionales o
arcaicas, aunque parezca paradójico, las mismas que produjeron en el pasado
nuestra civilización, a la que igualmente desconocemos. (12)
En este mismo capítulo nuestro autor subraya determinados
rasgos de la mentalidad arcaica centrándose en los antiguos pueblos americanos;
y destaca entre esos rasgos su sentido sacro de la fiesta y el juego, y también
de la guerra, considerada como un componente fundamental del orden del mundo,
sustentado en el equilibrio de dos energías simultáneamente contrarias y
complementarias. En este sentido la guerra también era vista en las sociedades
precolombinas como un juego (de ahí la expresión «guerra florida»), en la
medida que, como en el famoso «juego de pelota» mesoamericano, también
representaba el drama cósmico en toda su crudeza. Como todas las cosas en un
mundo penetrado enteramente por lo divino, la guerra en las sociedades arcaicas
era una actividad sagrada, es decir un rito que se adecuaba a la naturaleza de
ciertos hombres, los guerreros, los cuales se realizaban a través de ella como
un componente esencial de su iniciación en los misterios de la vida y la
muerte. Nada tiene que ver esa concepción con las guerras modernas, en las que
se intenta exterminar totalmente al «enemigo», cuestión ésta que reviste una
dimensión verdaderamente monstruosa que no tenía cabida en la mentalidad de los
pueblos antiguos, precisamente porque sabían que el «opuesto», o el
«contrario», formaba parte constitutiva de ese orden o equilibrio cósmico, que
se reflejaba en el orden humano. Es decir que no se le excluía sino que, como
señala nuestro autor, se los complementaba y se necesitaba de ellos.
Para el
hombre arcaico, que como decíamos observaba los acontecimientos en sus causas
invisibles antes que en sus efectos visibles, la guerra humana era un reflejo
de la guerra cósmica, en la que participaban los númenes celestes y telúricos
(en términos hindúes los devas y los asuras, respectivamente), es decir las
energías que simbolizaban la luz y la oscuridad, como expresión del drama del
alma del mundo que igualmente se individualiza en el alma humana, también
sometida a esa lucha entre la luz y la oscuridad hasta alcanzar el equilibrio
entre ambas, o sea hasta acceder a otro estado del ser como consecuencia de la
unión de los opuestos. Esto explica también que en su origen ancestral la
guerra no estuviese motivada por cuestiones de conquista material (que
desemboca con bastante frecuencia en la codicia bajo todas sus formas y maneras),
sino que como decimos era una forma de la realización interior, de ahí la
expresión «guerra santa», dando a entender con ella que el enemigo externo era
un símbolo del enemigo propio, interno, y en ello insisten los distintos textos
sagrados, como por ejemplo la Bhagavad-Guita ("El Canto del Señor") entre los mencionados hindúes,
libro sapiencial especialmente dirigido a la casta guerrera.
Sólo cuando esas culturas caen en declive, esto es cuando por razones cíclicas degeneran, pueden producirse determinadas aberraciones (por ejemplo los sacrificios masivos de los enemigos entre los aztecas),(13) lo cual no invalida para nada el sentido original que tenía la guerra y en este caso concreto el sacrificio humano, que no sólo era privativo de los indígenas americanos sino de otros muchos pueblos de la Antigüedad, tanto de Occidente como de Oriente. Además, la guerra respondía a una idea fundamental, que es también la razón misma de ser de las iniciaciones sapienciales, a saber: la entrega total de la individualidad al Espíritu, al Sí Mismo, como supremo acto sagrado.(14) Aquél que era elegido para el sacrificio
Sólo cuando esas culturas caen en declive, esto es cuando por razones cíclicas degeneran, pueden producirse determinadas aberraciones (por ejemplo los sacrificios masivos de los enemigos entre los aztecas),(13) lo cual no invalida para nada el sentido original que tenía la guerra y en este caso concreto el sacrificio humano, que no sólo era privativo de los indígenas americanos sino de otros muchos pueblos de la Antigüedad, tanto de Occidente como de Oriente. Además, la guerra respondía a una idea fundamental, que es también la razón misma de ser de las iniciaciones sapienciales, a saber: la entrega total de la individualidad al Espíritu, al Sí Mismo, como supremo acto sagrado.(14) Aquél que era elegido para el sacrificio
o se prestaba
generosa, valiente y alegremente a ello, era considerado, como los guerreros,
un individuo tocado por la fortuna y por la gloria, y por su muerte pasaba a
conformar parte del ejército divino acompañando al sol en su triunfante
recorrido.(15)
Por otro lado, en el capítulo V, «El mundo precolombino», se
mencionan algunas características de los pueblos situados en esas tres grandes
regiones geográficas antes referidas, y que pese a las formas variadas en las
que se manifestaron, sin embargo «los símbolos en que expresaron sus
conocimientos son análogos y se refieren unánimemente a la misma cosmogonía
prototípica»:
Así fuesen estos
indígenas nómades, recolectores, cazadores, o seminómades con agricultura
incipiente, o aun habitantes de ciudades-estado o ciudades-imperio. En lo que
son hoy Estados Unidos y Canadá primaban los nómades y seminómades divididos en
muy distintos reinos con diversidades geográficas y climáticas. Sin embargo
estas culturas –insistimos en ello– no son de ninguna manera inferiores a las
sedentarias y necesitan muy pocos elementos para relacionar las cosas
necesarias para comprender al mundo y vivir armónicamente en él; por la índole
sintética, polifacética y mágica del pensamiento arcaico, que liga
constantemente por analogías las señales y signos de la manifestación visible
con las energías y las deidades invisibles en combinaciones sutiles, y
discretas, todo lo cual se expresa perpetuamente mediante los seres y los
fenómenos naturales.
En efecto, los pueblos nómades no representan una fase
anterior o más primitiva de los pueblos sedentarios, que en ocasiones han
devenido nómades por determinadas circunstancias históricas y cíclicas, tal el
caso del pueblo hebreo, que ha sido ambas cosas en distintos momentos de su
existencia. Que un pueblo nómade se convierta en sedentario no significa una
«evolución» del mismo, sino simplemente dos estadios distintos, y
complementarios, de su historia, pero sus dioses principales son los mismos, y
esto es precisamente lo que habría que tener en cuenta –independientemente de
las circunstancias temporales o de cualquier otro tipo– cuando se quiere
conocer en profundidad una cultura determinada. Los dioses constituyen las
ideas arquetípicas de esa cultura, la fuente de donde ella extrae todo su ser,
así sea su recinto sagrado y cultual la tienda hecha de telas o piel de
animales, la choza ritual o la edificación en madera o en piedra, o simplemente
el claro del bosque, donde la cúpula es el propio cielo estrellado. Este es el
caso de los aztecas, pueblo nómade venido del sur de Norteamérica que en su
peregrinar desemboca finalmente en el valle central de México y fundan sobre
una isla la ciudad de Tenochtitlan, es decir se sedentariza. Pues bien, tanto
cuando eran nómades como cuando se hicieron sedentarios su deidad principal
seguía siendo la misma: Huitzilopochtli. (16)
Acerca de la fundación de la capital azteca y su deidad
principal leemos en el capítulo IV («El Centro y el Eje»):
En la fundación de
México Tenochtitlan el simbolismo no es menos evidente. Nuevamente una isla
(símbolo como el del omphalos universalmente utilizado para marcar el centro),
donde se encuentran una piedra y un nopal (que como la montaña y el árbol son
expresiones del eje), y sobre ellos un águila y una serpiente (o dos corrientes
de energía cósmica manifestándose por dos fuentes de agua, una de color rojo,
otra azul, expresiones ambas de la dualidad y de la complementariedad de los
contrarios), las cuales son las señales que buscan durante años dirigidos por
su deidad, Huitzilopochtli, imagen guerrera y solar. Allí pues encuentran su
centro, su ubicación, y a partir de él es que han de crear su nación, cumplir
su destino como pueblo y como hombres, en la totalidad del espacio y el tiempo
que desde ese momento se ordenan y sacralizan, es decir existen verdaderamente,
pueden ser considerados como tales.
Y a continuación cita a Miguel León Portilla acerca de esa
fundación y su significación sagrada, así como del sentido de ese destino como
nación ligado indisolublemente a dicha fundación:
Huitzilopochtli para
mostrar su complacencia, habló a sus sacerdotes. Les hizo saber cómo su destino
suponía que se extendieran por los cuatro cuadrantes del mundo, precisamente a
partir del corazón de la futura ciudad, desde allí donde habían levantado su
templo, espacio sagrado por excelencia. Aunque en cierto modo toda Tenochtitlan
nace y existe en espacio sagrado, ello es sobremanera en lo que toca al recinto
del templo mayor. El tiempo primigenio –ab origine, illo tempore– en que su
nueva existencia transcurre desde la manifestación del dios portentoso, se
desenvolverá en una secuencia que culminará en el espacio sagrado, en la región
de los lagos.(17)
De hecho, y extendiéndonos un poco más en este tema, los
pueblos nómades y sedentarios han convivido a lo largo del tiempo, y no sólo
eso sino que se han influenciado mutuamente. Podríamos decir que esas
relaciones (a través de la guerra o la paz, y el comercio) han formado parte
constitutiva del «ritmo de la historia», que viene marcado por la permanente interrelación
entre el espacio y el tiempo, con los que están vinculados precisamente los
nómades y sedentarios, respectivamente.(18)
En cierto modo los primeros representan un elemento activo y
dinámico (como el tiempo) que irrumpe con fuerza entre los segundos, que son
relativamente pasivos con respecto a los nómades por estar afincados en el
espacio. Esa irrupción vendrá acompañada en muchos casos por un influjo
renovador de aquellas estructuras de la civilización sedentaria que habían
quedado anquilosadas; y viceversa, los nómades recibirían de parte de los
sedentarios una concepción del mundo más elaborada que, de un modo u otro,
acabarán por reflejar en su propia cosmogonía, y que en algunos casos será el
punto de partida para establecerse como sedentarios, lo cual, en ocasiones, ha
coincidido con un momento de cambio cíclico importante. Seguramente esto último es lo que pasó con los aztecas
cuando se asentaron en el valle de México, donde entablaron contacto con los
distintos pueblos toltecas que allí habitaban a su llegada, y de los que
recibieron muchos elementos que acabaron por incorporar en su cultura, entre
ellos todo lo referente a Quetzalcóatl, la deidad civilizadora por excelencia.
Kukulkán (Quetzalcóatl). Arte Olmeca
Para nuestro autor la fundación de la ciudad, incluida la ciudad-estado, es otro ejemplo de lo que estamos diciendo. La construcción de la ciudad es el resultado de un proceso que aunque ya estaba implícito en las estructuras primitivas y arcaicas de una cultura, es un paso más sofisticado, y maneja una serie de elementos refinados que desarrollan, auxilian y complementan los conocimientos cosmogónicos que estaban expresados de manera original. Es evidente que esto mismo sucede con todas las civilizaciones de la tierra que conocieron un período mítico, «pre-histórico» en el verdadero sentido de la palabra, donde se gestó la esencia de su cultura. Nuestro autor lo dice claramente en la nota 7 del capítulo II de Simbolismo y Arte, del que reproducimos el siguiente fragmento:
Las llamadas ‘altas
civilizaciones’ han sido también sociedades ‘primitivas’, y de su ‘época
mitológica’ es que se ha extraído el meollo de su cultura. Para ellas era ésa
su Tradición, recibida de modo completo y no incipiente o defectuoso. Eso
explica la aparición aparentemente repentina de grandes monumentos y ciudades y
la irrupción en la historia de sistemas consumados de pensamiento, comunicación,
lenguaje, etc.
Nos viene a la mente de forma inmediata al leer estas líneas
las civilizaciones que surgieron en la antigua Mesopotamia, los sumerios,
babilonios, caldeos, acadios, asirios, que en efecto construyeron su cultura en
base a esos sistemas de pensamiento, entre los que destacan la invención de la
escritura; lo cual es evidente también en la civilización egipcia, cuyos textos
sapienciales conservados por sus sacerdotes nos hablan de los períodos
predinásticos y de la genealogía de los «reyes divinos», antecesores míticos de
las dinastías faraónicas, propiamente históricas por estar computadas en el
tiempo. Dice en el capítulo V de este libro la tradición precolombina:
Otro paso aún mayor es
el de la gran ciudad, exponente de una civilización, y que es un centro de
irradiación cultural inclusive a grandes distancias. Aquí el esplendor de dicha
civilización es notorio y se halla en su apogeo, que es, sin embargo, el
comienzo de su fin. Como en el ciclo solar, cuando el astro llega a su punto
más alto es el momento en que debe descender. Esto es válido para cualquier
ciclo vital y para cualquier organismo, así éste sea el del hombre o el social,
por lo que también las culturas nacen, se desarrollan, maduran y mueren, y las
civilizaciones que nos precedieron han estado sujetas a esta ley, como lo
estamos nosotros. Eso se debe a un anquilosamiento que van sufriendo las
estructuras culturales y que termina con su final en el tiempo histórico. Este
endurecimiento, o solidificación, se hace patente en el simbolismo
constructivo, donde es visible cómo los nómades y seminómades, se hacen
sedentarios, han cambiado sus tiendas de cuero por casas de madera y finalmente
han llegado a edificios de piedra. [En nota: «La diferencia entre una
ciudad-estado y la ciudad-imperio puede advertirse en términos arquitectónicos
en las respectivas pirámides que remataban ambas en un pequeño recinto, hecho a
imagen de sus cabañas. A la primera se corresponden los que son de madera y
paja, a la segunda los de piedra»]. En América, las primeras ciudades-estado
comienzan a observarse al sur de Estados Unidos y se extienden, alternándose
con las ciudades-imperio, o grandes ciudades, por todo el continente hasta el
norte de Argentina y Chile, a partir de donde vuelven a encontrarse pueblos y
tribus nómades o seminómades.
Otra cuestión relevante ligada con la anterior, y que no debe pasar inadvertida, se refiere al hecho de que los pueblos que constituyeron el mundo precolombino puede servirnos de paradigma para tener una idea lo más exacta posible de cómo fue la génesis y desarrollo de las sociedades en la Antigüedad, y el modo en que se relacionaban entre sí las que convivían en un mismo espacio geográfico, o incluso en un continente entero (como el caso mismo de América o del área Mediterránea, o del África negra, o de Oceanía, etc.), y de cómo, en fin, aquellas sociedades concebían precisamente esa génesis y ese desarrollo en el tiempo (incluso su decadencia y desaparición, total o parcial), ajenas por completo a cualquier tipo de teoría «evolucionista» y «progresista» tan propia de la mentalidad moderna caracterizada por su concepción lineal de la historia y su racionalismo a ultranza. Esta mentalidad en un momento dado comienza a invadir el mundo entero a partir de su epicentro europeo, imponiendo su modelo de pensamiento, el cual pudo triunfar por razones de tipo cíclico y porque, salvo alguna excepción, muchas de las culturas a las que «colonizó» estaban ya en franco proceso de decadencia, como hemos señalado anteriormente. Acerca de la América antigua nuestro autor nos ofrece la imagen de una pluralidad de pueblos que vivían sin embargo ligados, o unidos, entre sí por un conjunto de ideas-fuerza comunes a todos ellos y expresadas a través de las diferentes formas de sus culturas respectivas.
Desde los esquimales y los indios de Canadá y Norteamérica, hasta los araucas y pampas de Chile y Argentina, se extiende un inmenso complejo de mitos, tradiciones, símbolos, ritos, usos y costumbres, formas de vida, etc., que pese a su variedad se articulan coherentemente y nos proyectan una imagen de lo que fueron esas culturas antes de la conquista y la colonización, aunque muchas de ellas ya se habían perdido por ese entonces –o refundido con otras– o se hallaban más o menos tergiversadas con respecto a sus orígenes, solidificadas en formas menores por designios históricos a través de razones políticas y económicas. Por otra parte al arribo de los europeos este enorme rompecabezas de culturas se hallaba en estados disímiles de ‘desarrollo’. Este ‘desarrollo’ al que nos referimos no es de ningún modo ‘progresivo’, como si fuese un avance conjunto y lineal del hombre como miembro de la evolución de la especie, o como inventor de los ‘adelantos’ científicos, sino que aquí es considerado en cuanto a las diferentes etapas cíclicas –nacimiento, juventud, madurez, decadencia– en que normalmente se desenvuelve cualquier cultura para finalmente desaparecer, y volver a surgir en otra forma, que se genera a partir de los gérmenes antiguos y que correrá igual suerte que sus precedentes y las que le seguirán. Esto es particularmente claro en la América Antigua, donde los restos de viejas civilizaciones convivían –y conviven con nuevas maneras y modos culturales en distintas etapas de evolución –por diferentes motivos particulares–, lo que configuraba un complicado mosaico de pueblos, un enjambre de costumbres y usos, de formas y colores múltiples y cambiantes –que a veces coexisten en una misma sociedad– pero con un soporte, una estructura común, constituyendo un todo vivo y dinámico. Un conjunto de ciclos y ruedas que se interrelacionaban entre sí y se comprendían las unas dentro de las otras y éstas a su vez con unas terceras, etc., con lo que todas directa o indirectamente estaban integradas en un continente. Tal si fueran engranajes independientes pero interligados, encajando con otros con los que componían el mapa o panorama de América (Ibíd.).
Es sumamente interesante esta manera de encarar las relaciones entre las diferentes culturas y civilizaciones de la América antigua, donde siempre existe un denominador común, una Tradición ancestral única, que permite ese perfecto engranaje entre todas ellas a lo largo del tiempo, o en un fragmento del mismo. Esa imagen de ciclos y ruedas que se interrelacionaban entre sí y que se comprendían las unas dentro de las otras y éstas a su vez con unas terceras hasta conformar el mapa de la América antigua, está reproduciendo de alguna manera la misma estructura cósmica pues esto es fundamentalmente la Historia (el tiempo) en sus relaciones con la Geografía (el espacio): una imagen dinámica y viva de la Cosmogonía.
Entre las culturas que poblaron el Mediterráneo antiguo también se daba esa misma circunstancia, o sea estaban interrelacionadas en base a un conjunto de imágenes, mitos, símbolos e ideas análogas y semejantes entre sí que la propiciaban. Ciertamente cada cultura o civilización tenía sus formas específicas de expresión, pero había entre ellas un vínculo sutil que traducía un origen común, in illo tempore, siendo ésta la causa principal que posibilitaba que esas mutuas influencias pudieran darse entre unas y otras de manera natural, fructífera y beneficiosa,(19) como pasaba por otro lado dentro del contexto de las precolombinas. Oigamos en este sentido a nuestro autor en las siguientes citas que recogemos en este caso del capítulo X, titulado «Cosmogonía y Teogonía»:
La comparación entre las diversas sociedades precolombinas y sus expresiones simbólicas es tan válida como la efectuada entre estas culturas con otras que no sean autóctonas y continentales. Y a los griegos y romanos que vivieron y fecundaron el pensamiento tradicional y coexistieron con otros pueblos y civilizaciones de muy diversa naturaleza que la suya –piénsese en la multitud de influencias y formas religiosas y filosóficas que caracterizaron al Mediterráneo, antes y después de Cristo– daban como cosa normal hacer las transposiciones del panteón o de los símbolos de una civilización a otra y de ésta a una tercera, porque de este mismo modo habían procedido los seguidores de estas deidades o ideas; lo que equivale a decir que las asimilaciones se habían producido en forma espontánea, lográndose naturalmente las identidades y las equivalencias –adaptadas a un nuevo contexto, a una cultura surgente–, que se tomaban como parte del desenvolvimiento normal de una sociedad y de las relaciones que en ella se producen. Comparaban distintos panteones y sus símbolos y registraban las distintas formas y nombres que las energías de lo sagrado, la deidad, asumía de acuerdo a los lugares, los tiempos y los hombres.
Y seguidamente habla de la estructura del pensamiento humano (reflejo de una inteligencia arquetípica), cuyo mecanismo está fundado en las asociaciones de ideas, es decir en relaciones y analogías, por lo que la comparación entre distintas formas de expresión se produce de manera instantánea, y que esto forma parte del discurso de la mente:
Para establecer una proposición cualquiera cuya evidencia no es inmediata, la mente selecciona por sustitución un problema y lo relaciona con otro, y éste a su vez con un tercero hasta que llega a uno conocido –a través de este proceso concatenado y prototípico–, cuya verdad ya ha sido establecida con anterioridad, o se hace evidente, con lo cual se ilumina tanto la validez de la proposición en sí, como el conjunto –el contexto de una sociedad tradicional en este caso– en el que ella se efectúa.
Claro está que esta asociación de ideas puede darse también entre tradiciones muy diferentes entre sí, como son las indoeuropeas y las precolombinas, y a esta conclusión se llega realizando un «salto» cualitativo que viene dado por el reconocimiento previo de la unidad esencial de la Ideas arquetípicas entre todas ellas, es decir de una Tradición primordial y unánime. Asimismo, gracias a esas asociaciones y al método comparativo a que dan lugar, es posible superar ciertas barreras formales e incluso modificar nuestra concepción de la realidad y del mundo, o sea lo que se entiende en términos iniciáticos como la realización de un trabajo con nosotros mismos y librarnos así del yugo de los prejuicios culturales inoculados por el oficialismo decadente y manipulador en sus distintas versiones. Continúa nuestro autor:
Es importante saber que la unidad cultural y lingüística de los pueblos indoeuropeos a través de sus diversas fases y transformaciones ha sido establecida con claridad –pese a la atomización de las formas–, y este simple enunciado ahorra tiempo y zanja dificultades relativas a los problemas de interrelaciones culturales y tradicionales, y despeja dudas y aclara conceptos que permanecían olvidados y que la ciencia moderna tal cual la conocemos siempre ignoró. Sin embargo también se crean nuevas dificultades, puesto que si bien es cierto que la unidad tradicional del pensamiento arquetípico, la identidad de las Ideas –y por lo tanto de la cosmogonía y teogonía de civilizaciones que parecen tan dispares para los legos como la judía, la egipcia, la irania, la griega y la hindú– resulta evidente, no acontece lo mismo con las numerosas maneras que ellas toman en el desenvolvimiento histórico – que no es parejo en todas las tradiciones–, y que constituyen las formas que asumen las ideas y los arquetipos para expresarse.
Aquí nuestro autor hace una distinción importante entre las Ideas, que son inalterables en su esencia, y las formas que ellas toman en su desarrollo histórico, un desarrollo que no es parejo evidentemente en todos los pueblos y civilizaciones debido a numerosas circunstancias, raciales, climáticas, cíclicas, etc. Lo que queda claro es que la verdadera unidad trascendente de todas las culturas y civilizaciones tradicionales la otorgan las Ideas y principios metafísicos, vehiculados en todas ellas a través de las iniciaciones sapienciales. Continúa nuestro autor:
Si mediante una metodología comparativa establecemos las mismas identidades prototípicas y simbólicas –y aun en sus manifestaciones secundarias–, entre las civilizaciones y culturas indoeuropeas y las precolombinas, llegaremos no sólo a descubrir impresionantes relaciones formales sino a alterar nuestra concepción del mundo y negar la validez de las hipótesis pseudo-oficiales y pseudocientíficas en boga y sus juicios. Juicios que parten de una descripción dada de la realidad que han heredado sin saberlo, y que consideran propia, y aun personal, sin ser más que un paquete de tesis y opiniones fantásticas emitidas desde hace sólo tres o cuatro siglos, a las que toman como si fueran el mundo mismo (o sea, que confunden a lo que hoy se piensa del cosmos con lo que es el cosmos en sí [en nota: «Es decir, se considera a una descripción de la realidad como si fuera la realidad misma»]). Y a las que hacen multiplicarse sin ton ni son, desconociendo la posibilidad de un punto de vista distinto al suyo, que así se condena como algo sospechoso e ‘ilegal’ merced a sus prejuicios y condicionamientos; aunque éste se encuentre perfectamente documentado y sea accesible a todo aquél que se abra e interesa en el tema –persona que, como sujeto de estas inquietudes, vivirá sus resultados como revelaciones, ya que ellos disipan su ignorancia y brillan con la luz del Conocimiento, que, por otra parte, siempre se basta a sí mismo. Francisco Ariza
Otra cuestión relevante ligada con la anterior, y que no debe pasar inadvertida, se refiere al hecho de que los pueblos que constituyeron el mundo precolombino puede servirnos de paradigma para tener una idea lo más exacta posible de cómo fue la génesis y desarrollo de las sociedades en la Antigüedad, y el modo en que se relacionaban entre sí las que convivían en un mismo espacio geográfico, o incluso en un continente entero (como el caso mismo de América o del área Mediterránea, o del África negra, o de Oceanía, etc.), y de cómo, en fin, aquellas sociedades concebían precisamente esa génesis y ese desarrollo en el tiempo (incluso su decadencia y desaparición, total o parcial), ajenas por completo a cualquier tipo de teoría «evolucionista» y «progresista» tan propia de la mentalidad moderna caracterizada por su concepción lineal de la historia y su racionalismo a ultranza. Esta mentalidad en un momento dado comienza a invadir el mundo entero a partir de su epicentro europeo, imponiendo su modelo de pensamiento, el cual pudo triunfar por razones de tipo cíclico y porque, salvo alguna excepción, muchas de las culturas a las que «colonizó» estaban ya en franco proceso de decadencia, como hemos señalado anteriormente. Acerca de la América antigua nuestro autor nos ofrece la imagen de una pluralidad de pueblos que vivían sin embargo ligados, o unidos, entre sí por un conjunto de ideas-fuerza comunes a todos ellos y expresadas a través de las diferentes formas de sus culturas respectivas.
Desde los esquimales y los indios de Canadá y Norteamérica, hasta los araucas y pampas de Chile y Argentina, se extiende un inmenso complejo de mitos, tradiciones, símbolos, ritos, usos y costumbres, formas de vida, etc., que pese a su variedad se articulan coherentemente y nos proyectan una imagen de lo que fueron esas culturas antes de la conquista y la colonización, aunque muchas de ellas ya se habían perdido por ese entonces –o refundido con otras– o se hallaban más o menos tergiversadas con respecto a sus orígenes, solidificadas en formas menores por designios históricos a través de razones políticas y económicas. Por otra parte al arribo de los europeos este enorme rompecabezas de culturas se hallaba en estados disímiles de ‘desarrollo’. Este ‘desarrollo’ al que nos referimos no es de ningún modo ‘progresivo’, como si fuese un avance conjunto y lineal del hombre como miembro de la evolución de la especie, o como inventor de los ‘adelantos’ científicos, sino que aquí es considerado en cuanto a las diferentes etapas cíclicas –nacimiento, juventud, madurez, decadencia– en que normalmente se desenvuelve cualquier cultura para finalmente desaparecer, y volver a surgir en otra forma, que se genera a partir de los gérmenes antiguos y que correrá igual suerte que sus precedentes y las que le seguirán. Esto es particularmente claro en la América Antigua, donde los restos de viejas civilizaciones convivían –y conviven con nuevas maneras y modos culturales en distintas etapas de evolución –por diferentes motivos particulares–, lo que configuraba un complicado mosaico de pueblos, un enjambre de costumbres y usos, de formas y colores múltiples y cambiantes –que a veces coexisten en una misma sociedad– pero con un soporte, una estructura común, constituyendo un todo vivo y dinámico. Un conjunto de ciclos y ruedas que se interrelacionaban entre sí y se comprendían las unas dentro de las otras y éstas a su vez con unas terceras, etc., con lo que todas directa o indirectamente estaban integradas en un continente. Tal si fueran engranajes independientes pero interligados, encajando con otros con los que componían el mapa o panorama de América (Ibíd.).
Es sumamente interesante esta manera de encarar las relaciones entre las diferentes culturas y civilizaciones de la América antigua, donde siempre existe un denominador común, una Tradición ancestral única, que permite ese perfecto engranaje entre todas ellas a lo largo del tiempo, o en un fragmento del mismo. Esa imagen de ciclos y ruedas que se interrelacionaban entre sí y que se comprendían las unas dentro de las otras y éstas a su vez con unas terceras hasta conformar el mapa de la América antigua, está reproduciendo de alguna manera la misma estructura cósmica pues esto es fundamentalmente la Historia (el tiempo) en sus relaciones con la Geografía (el espacio): una imagen dinámica y viva de la Cosmogonía.
Entre las culturas que poblaron el Mediterráneo antiguo también se daba esa misma circunstancia, o sea estaban interrelacionadas en base a un conjunto de imágenes, mitos, símbolos e ideas análogas y semejantes entre sí que la propiciaban. Ciertamente cada cultura o civilización tenía sus formas específicas de expresión, pero había entre ellas un vínculo sutil que traducía un origen común, in illo tempore, siendo ésta la causa principal que posibilitaba que esas mutuas influencias pudieran darse entre unas y otras de manera natural, fructífera y beneficiosa,(19) como pasaba por otro lado dentro del contexto de las precolombinas. Oigamos en este sentido a nuestro autor en las siguientes citas que recogemos en este caso del capítulo X, titulado «Cosmogonía y Teogonía»:
La comparación entre las diversas sociedades precolombinas y sus expresiones simbólicas es tan válida como la efectuada entre estas culturas con otras que no sean autóctonas y continentales. Y a los griegos y romanos que vivieron y fecundaron el pensamiento tradicional y coexistieron con otros pueblos y civilizaciones de muy diversa naturaleza que la suya –piénsese en la multitud de influencias y formas religiosas y filosóficas que caracterizaron al Mediterráneo, antes y después de Cristo– daban como cosa normal hacer las transposiciones del panteón o de los símbolos de una civilización a otra y de ésta a una tercera, porque de este mismo modo habían procedido los seguidores de estas deidades o ideas; lo que equivale a decir que las asimilaciones se habían producido en forma espontánea, lográndose naturalmente las identidades y las equivalencias –adaptadas a un nuevo contexto, a una cultura surgente–, que se tomaban como parte del desenvolvimiento normal de una sociedad y de las relaciones que en ella se producen. Comparaban distintos panteones y sus símbolos y registraban las distintas formas y nombres que las energías de lo sagrado, la deidad, asumía de acuerdo a los lugares, los tiempos y los hombres.
Y seguidamente habla de la estructura del pensamiento humano (reflejo de una inteligencia arquetípica), cuyo mecanismo está fundado en las asociaciones de ideas, es decir en relaciones y analogías, por lo que la comparación entre distintas formas de expresión se produce de manera instantánea, y que esto forma parte del discurso de la mente:
Para establecer una proposición cualquiera cuya evidencia no es inmediata, la mente selecciona por sustitución un problema y lo relaciona con otro, y éste a su vez con un tercero hasta que llega a uno conocido –a través de este proceso concatenado y prototípico–, cuya verdad ya ha sido establecida con anterioridad, o se hace evidente, con lo cual se ilumina tanto la validez de la proposición en sí, como el conjunto –el contexto de una sociedad tradicional en este caso– en el que ella se efectúa.
Claro está que esta asociación de ideas puede darse también entre tradiciones muy diferentes entre sí, como son las indoeuropeas y las precolombinas, y a esta conclusión se llega realizando un «salto» cualitativo que viene dado por el reconocimiento previo de la unidad esencial de la Ideas arquetípicas entre todas ellas, es decir de una Tradición primordial y unánime. Asimismo, gracias a esas asociaciones y al método comparativo a que dan lugar, es posible superar ciertas barreras formales e incluso modificar nuestra concepción de la realidad y del mundo, o sea lo que se entiende en términos iniciáticos como la realización de un trabajo con nosotros mismos y librarnos así del yugo de los prejuicios culturales inoculados por el oficialismo decadente y manipulador en sus distintas versiones. Continúa nuestro autor:
Es importante saber que la unidad cultural y lingüística de los pueblos indoeuropeos a través de sus diversas fases y transformaciones ha sido establecida con claridad –pese a la atomización de las formas–, y este simple enunciado ahorra tiempo y zanja dificultades relativas a los problemas de interrelaciones culturales y tradicionales, y despeja dudas y aclara conceptos que permanecían olvidados y que la ciencia moderna tal cual la conocemos siempre ignoró. Sin embargo también se crean nuevas dificultades, puesto que si bien es cierto que la unidad tradicional del pensamiento arquetípico, la identidad de las Ideas –y por lo tanto de la cosmogonía y teogonía de civilizaciones que parecen tan dispares para los legos como la judía, la egipcia, la irania, la griega y la hindú– resulta evidente, no acontece lo mismo con las numerosas maneras que ellas toman en el desenvolvimiento histórico – que no es parejo en todas las tradiciones–, y que constituyen las formas que asumen las ideas y los arquetipos para expresarse.
Aquí nuestro autor hace una distinción importante entre las Ideas, que son inalterables en su esencia, y las formas que ellas toman en su desarrollo histórico, un desarrollo que no es parejo evidentemente en todos los pueblos y civilizaciones debido a numerosas circunstancias, raciales, climáticas, cíclicas, etc. Lo que queda claro es que la verdadera unidad trascendente de todas las culturas y civilizaciones tradicionales la otorgan las Ideas y principios metafísicos, vehiculados en todas ellas a través de las iniciaciones sapienciales. Continúa nuestro autor:
Si mediante una metodología comparativa establecemos las mismas identidades prototípicas y simbólicas –y aun en sus manifestaciones secundarias–, entre las civilizaciones y culturas indoeuropeas y las precolombinas, llegaremos no sólo a descubrir impresionantes relaciones formales sino a alterar nuestra concepción del mundo y negar la validez de las hipótesis pseudo-oficiales y pseudocientíficas en boga y sus juicios. Juicios que parten de una descripción dada de la realidad que han heredado sin saberlo, y que consideran propia, y aun personal, sin ser más que un paquete de tesis y opiniones fantásticas emitidas desde hace sólo tres o cuatro siglos, a las que toman como si fueran el mundo mismo (o sea, que confunden a lo que hoy se piensa del cosmos con lo que es el cosmos en sí [en nota: «Es decir, se considera a una descripción de la realidad como si fuera la realidad misma»]). Y a las que hacen multiplicarse sin ton ni son, desconociendo la posibilidad de un punto de vista distinto al suyo, que así se condena como algo sospechoso e ‘ilegal’ merced a sus prejuicios y condicionamientos; aunque éste se encuentre perfectamente documentado y sea accesible a todo aquél que se abra e interesa en el tema –persona que, como sujeto de estas inquietudes, vivirá sus resultados como revelaciones, ya que ellos disipan su ignorancia y brillan con la luz del Conocimiento, que, por otra parte, siempre se basta a sí mismo. Francisco Ariza
Notas
1. Sobre la
naturaleza de esa «Tradición madre» nada llegaremos a saber si la enfocamos
desde el punto de vista historiográfico o simplemente histórico, o sea
pretendiendo encontrarle un origen temporal, cuando en verdad pertenece por
entero al tiempo mítico, siempre presente en su atemporalidad, y constituye el
«País de los Ancestros», también llamado la «Tierra de los Vivos». Según
diversos testimonios, en el imaginario simbólico de las culturas mesoamericanas
esa Tradición madre no sería otra que la civilización de la Atlántida, la cual
era llamada Aztlán entre los aztecas, la «tierra en medio de las aguas».
2. Capítulo II.
3. Hablaremos extensamente
del Renacimiento en los dos capítulos, el X y el XII, que dedicamos a estudiar
esta época en la obra de nuestro autor.
4. Capítulo IV, «El
Centro y el Eje».
5. Ibíd.
6. Que, reiteramos,
no hay que confundir con el fenómeno de la religión tal cual hoy se entiende
esta palabra, y que ha derivado en las formas «laxas» o «extremistas» de sus
fieles.
7. Acerca de la
diferencia esencial entre el punto de vista profano y sagrado remitimos aquí
especialmente al capítulo VII, dedicado a otra de las obras fundamentales de
nuestro autor: Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha.
8. Capítulo XI, «El
Cosmos y la Deidad».
9. Tomamos aquí la
palabra pensamiento, y siempre que nos refiramos a ella en relación con lo
arcaico y tradicional, en el sentido como lo entiende Federico en una nota del
capítulo VIII de El Simbolismo de la Rueda, donde afirma que el pensamiento es
idéntico al Noûs de la filosofía griega, añadiendo que nada tiene que ver con
«la conjeturación racionalista, y por el contrario, utilizado aquí como
sinónimo de intuición directa, en la que tanto se conjugan la inteligencia, hoy
llamada creadora, como la experiencia y la emoción.»
10. En el capítulo XV
(«Actualidad de la Tradición Hermética. En torno a la Obra de Federico
González») hemos reproducido parte de ese himno verdaderamente teogónico.
11. Capítulo III, «Los
Símbolos, los Mitos y los Ritos».
12. Capítulo VII,
«Ciertas peculiaridades en la visión del mundo de una sociedad arcaica».
13. En relación a esa adulteración del
sentido prístino de los sacrificios, señala nuestro autor algo que está
relacionado directamente con la naturaleza cualitativa de las leyes cíclicas:
«Habría que recordar aquí que las dos más grandes civilizaciones vigentes en la
época del ‘descubrimiento’, es decir los aztecas y los incas, vivían un régimen
imperial caracterizado por el ‘militarismo’; sus costumbres, y aun la
naturaleza misma de sus ritos y símbolos se hallaban desvirtuadas en la medida
en que se encontraban más o menos alejadas de sus principios y su realidad
simbólica opacada por una lectura lineal y profana».
Precisamente,
añadimos nosotros, ese aspecto «militarista» que tomaron ambos imperios es
inseparable de la expansión territorial de los mismos mediante la conquista y
la imposición por la fuerza, lo cual, lejos de parecer lo contrario, es un
síntoma de decadencia, pues al expandirse recurriendo a la fuerza y no a la integración
o incorporación de los pueblos vencidos a un destino común en torno a una Idea
nucleadora, aceleraban su propia decadencia y desaparición.
14. También en el imaginario sagrado de los precolombinos, mediante el sacrificio
humano el sol, la deidad solar, recibía en ofrenda el «líquido precioso», es
decir la sangre, como alimento para que continuara generando y conservando la
vida.
15. Nos recuerda nuestro autor que las mujeres que morían en el parto, o sea dando
a luz, también pasaban a formar parte de ese cortejo solar.
16. Lo mismo podríamos decir del pueblo hebreo, que siguió conservando el nombre de
Jehovah (o Yahvé) tanto cuando eran nómades como cuando se asentaron tras la
creación del reino de Judá y la construcción del templo de Jerusalén.
17. México Tenochtitlan: Su Espacio y Tiempo
Sagrado.
18. Los nómades por su constante movimiento se despliegan en el espacio y su arte
está ligado a esta circunstancia, de ahí su ligazón con las ciencias del ritmo,
la música, la poesía y el canto, mientras que los sedentarios, que por el
contrario están fijados en un lugar, realizan sus obras para perdurar en el tiempo,
tal la arquitectura y la escritura, fijación del lenguaje.
19. Pondremos el ejemplo de la cultura íbera, que si bien tiene orígenes claramente arraigados en suelo hispano (Tartesos), se acabaría conformando como una unidad civilizadora desde el Languedoc francés hasta Andalucía, y que irrumpe en la Historia en torno al siglo VI a.C. (con un alfabeto propio como uno de sus elementos aglutinadores principales) gracias en gran parte al influjo cultural recibido fundamentalmente de dos civilizaciones venidas del Oriente mediterráneo: la griega y la fenicia, aunque también hemos de considerar elementos etruscos.
19. Pondremos el ejemplo de la cultura íbera, que si bien tiene orígenes claramente arraigados en suelo hispano (Tartesos), se acabaría conformando como una unidad civilizadora desde el Languedoc francés hasta Andalucía, y que irrumpe en la Historia en torno al siglo VI a.C. (con un alfabeto propio como uno de sus elementos aglutinadores principales) gracias en gran parte al influjo cultural recibido fundamentalmente de dos civilizaciones venidas del Oriente mediterráneo: la griega y la fenicia, aunque también hemos de considerar elementos etruscos.
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