CAPÍTULO II. LA TRADICIÓN PRECOLOMBINA. La América Antigua y el Pensamiento Arcaico (2)

Tlaloc, dios de la lluvia

III
La mentalidad arcaica de que hacían gala los habitantes originarios de América propiciaba la presencia constante de lo sagrado en todos los órdenes de la vida individual y colectiva. Esto se extendía a la naturaleza entera, generosa madre nutricia, y a todas las criaturas que la pueblan en sus tres reinos, el animal, vegetal y mineral. La tierra, la naturaleza y el cielo con sus habitantes estelares, son una completa teofanía e hierofanía para el pensamiento del hombre arcaico, donde todo tiene su causa y su raíz en lo divino y numénico. Señala Federico González:

Los dioses y sus peripecias están íntimamente vinculados a los acontecimientos naturales, pero los dioses, o la energía de los dioses, es la que se encuentra oculta en los fenómenos y no son éstos los que generan o ponen nombres a los dioses, pues hay una jerarquía evidente entre los espíritus creadores y las criaturas. El dios náhuatl del viento, Ehécatl, por ejemplo, no es tal sólo porque sople el aire, ya que en una cultura arcaica todo está unido indisolublemente y esta agitación de la atmósfera está conectada con la respiración divina y también con la humana y con el hálito vital del hombre y el mundo, con la fertilidad y la conservación y destrucción regeneradora que se produce en la bipolaridad verano-invierno, aspir-expir, y en varios otros pares de opuestos relacionados directamente con la vida y la muerte, o con la muerte y la resurrección, tan inmejorablemente ejemplificados por los ritmos naturales de la vegetación, sabiamente utilizados en la cultura del agro. 

En efecto, la agricultura deriva de esa concepción armónica del universo, y ella nace como un gran acontecimiento que cambia profundamente la vida humana e introduce toda una serie de ideas que llevadas a la práctica crean una cultura, la del agro (que bien definida es la creación de un orden en el caos de la tierra), al mismo tiempo que dan sustento material al hombre. Además, la agricultura reproduce en todas sus fases de siembra, desarrollo y recolección la recreación del mundo, la que es análoga al proceso vivido en la iniciación, que en distintas tradiciones toma de la agricultura determinadas palabras y términos para designar momentos o estados de la conciencia, como es el caso de la palabra «neófito», que tanto quiere decir «nuevo nacido» como «nueva planta».(1) 


Quetzal. Códice Vaticano

La agricultura es un don del cielo, revelada por los dioses a los hombres y que éstos desarrollan ejerciendo su «inteligencia y el esfuerzo consciente», una potestad propia del ser humano en relación al resto de criaturas que cohabitan con él en la tierra. De ese desarrollo, revelado y ordenado por una cosmogonía arquetípica, surgirán las ideas fundamentales que se concretarán en la ciudad y posteriormente en la civilización como una expansión de aquella, tal cual lo manifiestan todos los mitos y ritos agrarios que nos llegan desde el fondo de los tiempos, y que hasta hace muy poco, antes de la «revolución industrial» (y en algunos casos hasta bien entrado el siglo XX a través de las imágenes del folklore popular), formaban parte de todas las sociedades occidentales. Señala nuestro autor:

Las civilizaciones tradicionales y los pueblos primitivos han tenido una imagen bien diferente de lo que hoy entendemos por el término naturaleza. No se trata de la deificación, en términos modernos, de lo natural; de un ‘naturalismo’ ni de un ‘animismo’ que sería su ‘lógica’ consecuencia. Los pueblos precolombinos como todos los pueblos tradicionales ven en el mundo y en aquélla una imagen de Dios, una irrupción perenne de lo infinito en lo finito, y en la obra de la creación una constante teofanía. El hombre arcaico no se siente solo ni aislado en la naturaleza ni pretende ser su propietario. Los animales, las plantas y hasta las piedras, así como los ríos, lagos y lluvias constituyen parte de su ser. Igualmente lo es el firmamento con sus variadas formas y las épocas y ciclos naturales de vida, muerte y resurrección ejemplificados como hemos visto por las estaciones del tiempo y los movimientos de los astros, a saber: la vida misma como un ritual perenne y una interrelación o entrecruzamiento de energías constantes, horizontales y verticales, espaciales y temporales. Razón por la que el mundo entero es un código que puede entenderse y leerse, tanto en las configuraciones del cielo como en los símbolos que son las plantas y los animales. (Cap. XVI).

Entre los ejemplares más importantes del mundo vegetal encontramos el árbol, símbolo universal donde los haya por constituir un modelo del cosmos presente en la naturaleza, siendo equiparables su copa, tronco y raíces a cielo, tierra e inframundo, respectivamente. De ahí la unánime expresión «árbol de la vida» o «árbol del mundo», análogo al «eje del mundo», símbolo axial por excelencia(2). Axialidad que también encontramos en el maíz, planta mágico-sagrada que ocupa un lugar preferente en la cosmogonía precolombina, y cuya presencia se extiende por casi todo el continente.(3) 


Centeotl, dios del maíz

En la gestación del maíz, se da también una coniunctio oppositorum, nos señala Federico, o sea la unión de dos energías opuestas como son el fuego y el agua (las que expresan a las deidades ascendentes y descendentes, respectivamente) (4) que al equilibrarse producen la planta, la vida y el alimento.(5) A todo esto nos dice algo muy interesante al subrayar un rasgo característico de la mentalidad arcaica, en este caso americana, y es el hecho de que para esa mentalidad el saber está ligado a este tipo de experiencias con el mundo natural. El hombre arcaico relaciona constantemente los fenómenos naturales –los que reconocía distribuidos a todo lo largo y ancho de los distintos planos de la realidad física– con sus causas sobrenaturales. Vivir permanentemente en ese asombro es lo que nos describe nuestro autor con estas palabras, que evidencian la influencia en él del pensamiento arcaico e indígena.

La vida entera es para la mentalidad indígena un rito continuo, un show que cuenta entre sus protagonistas al sol, la luna y el séquito de planetas que en movimiento constante producen el día y la noche, las estaciones del año, e influyen directamente en la vegetación y en sus cosechas como símbolos de las energías macho-hembra, activo-pasivo, cielo-tierra, lo que lleva a la fecundación prohijada por los dioses intermediarios y atmosféricos: el trueno, el relámpago y el rayo. Sus mitos, ritos y símbolos son, pues, emulaciones de esta danza que bailan los dioses, cuya expresión en el plano de la tierra es el despliegue espacial de lo manifestado. Las perpetuas demostraciones de la fertilidad y generación de la naturaleza son un constante asombro para el indio tradicional, que reverencia en ellas la presencia de la sacralidad en cuya familiaridad vive de uno u otro modo sumergido. Sin embargo cada una de estas plantas significa una energía mágica y específica y desde ese punto de vista cumple una función diferente a las otras, es utilizada para distintos usos, porta su propio mensaje y es parte integral de la vida del hombre. 

Esta visión, o mejor, cosmovisión, es posible porque:

No hay en la mentalidad indígena un límite preciso entre el individuo y la naturaleza (tampoco entre lo natural y lo sobrenatural) en razón de la anteriormente enunciada interrelación e interdependencia de todas las cosas (entre ellas también dioses y hombres), realidad evidente y rasgo común a todos los pueblos y hombres tradicionales, los cuales no ponen énfasis en la individualidad de sus concepciones o personas sino en la universalidad del conjunto del que son parte constituyente, y viven en el perpetuo asombro del devenir y en la certeza de un Gran Espíritu que se manifiesta por la totalidad de la naturaleza como imagen de lo sobrenatural. 



Árbol del cacao. Códice Tudela. Museo de América, Madrid.


Este es otro rasgo diferenciador entre la mentalidad racionalista y la arcaica, a saber: que en esta última el concepto de «individualidad» no tiene la dimensión que se le da hoy en día, producto del elevado grado de «solidificación» espiritual,(6) sino que más bien el ser humano forma parte de un todo, que él mismo conforma un todo, un microcosmos, cuya individualidad, constituida por el cuerpo y el alma, es sólo una parte ínfima en relación con su espíritu –que en su totalidad envuelve a ambos– identificado con el Gran Espíritu o Ser Universal. La incorporación del entero mundo natural a la vida del hombre como un «sello» conformador de su cultura es un rasgo que identifica al pensamiento arcaico indistintamente del lugar de la tierra donde éste se haya dado, y deriva claramente del carácter sagrado de este mundo, del que efectivamente el hombre forma parte constitutiva. Como intermediario que es entre la Tierra y el Cielo, el ser humano establece una serie de correspondencias entre los tres reinos de la naturaleza y los astros (correspondencias en las que se basa igualmente la Alquimia), símbolos a su vez de las energías divinas, de tal manera que estas energías están presentes en dichos reinos en distintos grados de intensidad.

IV
Además de las dedicadas a la alimentación (maíz, etc.), y otras de las que se extraen las distintas bebidas, se han de destacar especialmente las plantas alucinógenas, que en la América antigua y en todos los pueblos arcaicos siempre han sido ingeridas enmarcadas por el rito como una forma de promover el conocimiento y religar con los dioses por su intermedio. De hecho la energía de la deidad está contenida en esas plantas (peyote, los distintos hongos, la ayahuasca, etc.), y su ingestión era, y es, tomada de manera «eucarística», de comunión con el dios, el cual se revela, y actualiza, en la interioridad del ser, como una posibilidad superior contenida en la conciencia de ese ser mismo. 


Estela del portador del cactus san Pedro. Chavín de Huántar, Perú

Las drogas sagradas son un medio y no un fin, como por cierto son también los símbolos, y, al igual que éstos, su función como agentes mediadores del conocimiento pueden propiciar el acceso a la realidad metafísica, gracias a la cual también puede ser comprendida la realidad física que, como dice nuestro autor, se contempla entonces como una prolongación material de aquélla. En el capítulo VII leemos lo siguiente:

estos ritos y substancias sagradas llevan a la catarsis a través de una limpieza o purificación –una muerte y su posterior resurrección– producida por la intensidad de la situación, la cual promueve una ruptura de nivel al sacar al sujeto de su tiempo-espacio habitual para ubicarlo en el centro de sí mismo, lo que equivale a otra lectura de la realidad, o a una realidad distinta que aparece ahora como mucho más cierta y efectiva, como una verdad interiormente verificable coexistente con la imagen refleja que de ordinario se posee acerca del Ser y el Mundo. 

Los animales también constituyen una parte indiscutiblemente importante en la cosmogonía de los pueblos americanos y arcaicos. No ha habido cultura que no haya incorporado la simbólica animal a su concepción del mundo. Incluso el cosmos entero era concebido como un inmenso animal, palabra que no olvidemos procede de ánima, o sea de alma. Esta idea del cosmos como un animal está también presente en la Tradición Hermético-Alquímica a través de la serpiente o dragón Uroboros, análogo al dios lagarto Itzam-Ná entre los mayas americanos, numen generador y constructor del mundo. Ciertos animales eran reputados como especialmente sagrados y tenían un vínculo con el mundo sobrenatural, siendo apreciados por su papel de mensajeros de las realidades invisibles. Las fuerzas cósmicas se encarnan en estos animales-símbolos (distribuidos en los tres mundos, el subterráneo, el terrestre o atmosférico y el celeste), que entre los precolombinos se sintetizan en los tres animales más representativos de su fauna, respectivamente: el jaguar (o puma), la serpiente y el águila (o cóndor, o halcón). También se contemplaba la simbiosis de dos animales para expresar la naturaleza del dios al que se está simbolizando. Es el caso de Quetzalcóatl (pájaro-serpiente), análogo al Hermes-Mercurio de las tradiciones europeas, que une efectivamente en su función de deidad intermediaria lo que vuela y lo que repta, lo celeste y lo terrestre. En este sentido, dice nuestro autor:

La simbología zoomorfa es fundamental para la mentalidad indígena que ve en los animales vehículos o intermediarios entre el hombre y el espíritu y por lo tanto vínculos entre el ser humano y la deidad, a los cuales pueden dirigirse súplicas, por su propio carácter. Inversamente los númenes se expresan por su mediación y ellos son portadores de mensajes, los que se reciben en visión o en la simple vigilia. Los animales guardan en su intimidad algo de la pureza del que los creó y en este sentido se encuentran cerca de El, y el hombre puede aprovechar su energía para establecer relaciones a su través con Aquel que ellos inversamente representan, ya que éstos son sus transmisores y en ambas direcciones su función mediadora. Esto da lugar a una afinidad hombre-animal-dios, de tal manera que estos animales se identifican, por un lado, con ciertos aspectos de lo divino, y por otro con características humanas, a tal punto que los mismos indios consideran en sus tradiciones la existencia de un ‘doble’ o ‘alter ego’ animal: el nahual. (7)



Cuauhtli, guerrero águila


Asimismo, nos recuerda que los animales en su conjunto conforman una energía o entidad llamada «señor de los animales», o sea de un «espíritu» que gobierna el reino animal de forma análoga a como el Ser universal, en su función de creador Demiurgo, gobierna el cosmos entero, concepción ésta que se hunde en la noche de los tiempos y pertenece a un gran número de culturas, ya fuesen nómades, seminómades o sedentarias. En efecto, existen numerosas representaciones del «señor de los animales», o «señora de los animales», en el arte de todos los pueblos, y sin ir más lejos entre los griegos era Artemisa (hermana de Apolo, e idéntica en sus rasgos principales a la Diana romana) la diosa que encarnaba esa energía (y celosa de su virginidad, encarnando así la naturaleza silvestre e indómita), análoga a muchas otras que se encontraban a todo lo largo y ancho del Mediterráneo. (8) Francisco Ariza

Notas
(1) «En este sentido, los mitos, ritos y símbolos relacionados con la agricultura en general –y en este caso con el maíz en especial– configuran una imagen de los pasos del proceso iniciático (preparación del adepto, descenso a los infiernos, pruebas y muerte y posterior resurrección, crecimiento y fructificación). Esto es así porque ambos procesos participan de la misma creación cósmica, de idéntico modelo universal, válido para toda generación, a la que estos procesos igualmente simbolizan». (Capítulo XVI, «Plantas y animales sagrados»).

(2) Entre los indígenas mesoamericanos la ceiba es quizá el árbol más representativo de esa idea de axialidad. También el nopal o cactus. Apuntemos de pasada que el árbol ha inspirado otras figuraciones geométricas de dimensión iniciática, como por ejemplo el Arbol Sefirótico de la Cábala. 

(3) «En los mitos creacionales náhuatl, Quetzalcóatl es quien revela a los humanos el secreto y les entrega el maíz después de haberlos creado. Los aztecas llamaban Centéotl a esta deidad del maíz, y en su honor realizaban sus fiestas rituales.» (Capítulo XVI). 

(4) «Para los mayas, la semilla [de maíz] es introducida por el hombre y luego trabajada por los nueve señores del inframundo, a los que se agregan los trece de ‘arriba’, que le dan vigor a la planta de maíz por intermedio de las lluvias para que éste pueda ascender a la superficie de la tierra». (Ibíd.). 

(5) Anotamos la siguiente reflexión de nuestro autor a propósito de todo esto: «Los hombres de hoy solemos pensar en el creador como un misterio (y acaso algunos de nosotros en el misterio de lo increado), pero a veces olvidamos el perfecto misterio de la creación, de la criatura siempre viva. El maíz es tal vez una de las encarnaciones más evidentes de la energía que produce ese misterio, y era tomado como un prototipo asombroso de la generación, lo que asimismo expresa el grado de conocimiento de estos pueblos y la cultura del agro americana.» (Ibíd.).

(6) Mucho menos puede hablarse de que los indígenas, o cualquier hombre arcaico o primitivo, tenían ‘personalidad’ tal cual hoy se entiende este término. Y es que, como señala nuestro autor, pueblos «que creen que su exilio es la tierra, su morada accidental, y su destino y origen el cielo, al que deben retornar, difícilmente pueden considerarse como individuos ‘personalizados’, tal cual es el ideal moderno, el que, por otra parte, es la antítesis de cualquier enseñanza tradicional». (Capítulo VI, «Algunos Errores Filosóficos»).

(7) Incluso en ciertos pueblos indígenas (y no sólo precolombinos, por ejemplo entre los aborígenes australianos) el antepasado mítico era muchas veces un animal.

(8) En el arte íbero, por recurrir de nuevo a esta antigua cultura hispana, también aparecen numerosas representaciones de esa deidad de los animales (la potnia theron), indistintamente masculina y femenina.

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