Capítulo I: La Rueda como un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (6)
LA RUEDA: EL SÍMBOLO DE LOS SÍMBOLOS
(II)
Se ha dicho que Dios habla al hombre
en un lenguaje matemático, lo cual es totalmente cierto, y por eso muchas veces
las figuras simbólicas surgen de una atenta mirada en las estructuras
geométricas que toman las formas naturales, ya sea a nivel macrocósmico (por
ejemplo el diseño que trazan los movimientos rítmicos y armónicos de los
cuerpos celestes, y la forma misma de esos cuerpos celestes), o microcósmico
(observando esas estructuras impresas en el mundo mineral, vegetal o animal).
Como ya hemos dicho, el mundo natural es en su conjunto un símbolo del mundo supranatural, y por lo tanto es para nosotros un vehículo de conocimiento a través del cual nos habla la Inteligencia creadora del Gran Arquitecto. Dicho de otra manera: la Naturaleza conforma claramente una imagen de la Cosmogonía, y como tal hay que contemplarla, pero sin olvidar que ella es eso, una imagen, y que lo realmente importante es aprehender lo que oculta y atesora en el interior de sus formas, que cambian constantemente en comunión con sus ritmos y ciclos internos.
Como ya hemos dicho, el mundo natural es en su conjunto un símbolo del mundo supranatural, y por lo tanto es para nosotros un vehículo de conocimiento a través del cual nos habla la Inteligencia creadora del Gran Arquitecto. Dicho de otra manera: la Naturaleza conforma claramente una imagen de la Cosmogonía, y como tal hay que contemplarla, pero sin olvidar que ella es eso, una imagen, y que lo realmente importante es aprehender lo que oculta y atesora en el interior de sus formas, que cambian constantemente en comunión con sus ritmos y ciclos internos.
Fortuna Emperatriz del Mundo. Carmina Burana
Entre los muchos ejemplos con que nos ilustra nuestro autor al respecto, tomaremos, por ejemplo, el «rodar» diario del sol. Este rodar tiene dos «límites» espacio-temporales durante los cuales parece «detenerse»: el mediodía (12 hs.) y la medianoche (0 hs.), que en el año se corresponden respectivamente con el eje polar de los solsticios de verano (sur) y de invierno (norte), respectivamente. Es esta una primera bipartición del círculo de la rueda, que señala un «ascenso» y un «descenso» en su ciclo diario y anual, ritmo que observamos también en el «aspir» y «expir» de la propia respiración y la sístole y diástole del corazón, y por supuesto el día y la noche.
Si fijamos más atentamente nuestra
atención, veremos que esa cadencia rítmica se convierte en un cuaternario, pues
entre el «ascenso» y el «descenso» del movimiento solar existen dos puntos
equidistantes de ambos extremos, que en el día serían el amanecer (6 hs.) y el
atardecer (18 hs.), correspondiéndose con el eje horizontal de los equinoccios
de primavera (este) y de otoño (oeste). Esos dos ejes, que no por imaginarios
son menos reales, constituyen la cruz dentro de la rueda, siendo ésta la imagen
viva y la estructura interna y dinámica de todo ciclo, desde el más pequeño
hasta el más grande. De esta manera, a las cuatro estaciones del tiempo y a los
cuatro puntos cardinales del espacio, vienen a agregarse las cuatro fases de la
luna, las cuatro etapas de la vida humana, las cuatro edades del mundo, etc. Asimismo,
estas fases las vemos en los cuatro elementos constitutivos de la materia
(fuego, agua, aire y tierra) y en las cuatro cualidades de la misma (cálida,
húmeda, fría y seca), las que unidas entre sí dan lugar a una rueda de ocho
radios.
En otro orden de ideas, esta
estructura de la cruz cuaternaria hace de intermediaria entre el punto central
de la rueda y su circunferencia, y podemos ver entonces en ella el vínculo que
une al origen con su manifestación, y viceversa, a la manifestación con su origen.
Esa cruz es entonces un prototipo de la Creación y expresa la irradiación de
todas las posibilidades existenciales contenidas en el centro, las cuales al
llegar hasta sus propios límites expansivos generan la circunferencia.
De esto nos habla precisamente la
Tetraktys pitagórica, que también se refiere a las relaciones que existen entre
la unidad, el cuaternario y el denario, perfectamente descritos en la rueda. No
es de extrañar entonces que, y como dice nuestro autor, la iniciación en la
Tetraktys supusiera entre los pitagóricos el conocimiento más alto, o sea la
iniciación en los misterios más profundos de la cosmogonía, de la ontología y
la metafísica. (1)
Los cuatro brazos de la cruz más el
punto central suman cinco, una de cuyas representaciones geométricas, vinculada
con la rueda, es la estrella pentagramática, estrechamente ligada además con la
forma corporal humana; tenemos asimismo la rueda de seis radios, que junto a su
centro, nos da el número siete o septenario. También el ocho, una de cuyas
formas geométricas es el octógono, el cual, entre otras significaciones, tiene
un carácter de intermediario entre el cuadrado de base del templo (la tierra) y
la bóveda (el cielo). Señala a este respecto Federico González:
Relacionado
con esto último está el nueve, el número de la circunferencia, pues como se
sabe todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan indefectiblemente a él, por ejemplo:
9 x 2 =18 = 1 + 8 = 9; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9, etc. (Ibíd.)
Siendo el número de la
circunferencia, el nueve es también el número de todo lo que hace referencia al
ciclo, caracterizado por el «comienzo y el fin» de todo proceso vital, ya sea
microcósmico o macrocósmico; pero desde el punto de vista del proceso
iniciático el nueve simboliza la regeneración y el nuevo nacimiento, o sea el
paso a otros estados donde el ser desarrollará otras posibilidades más
realmente universales de sí mismo.
Como decíamos anteriormente, no hay
que confundir la circunferencia geométrica con aquella otra que simboliza el
ciclo vital y espiritual del ser humano; en este ciclo siempre se encuentra una
apertura que permite «escapar» de su reincidencia. Por eso mismo ningún ciclo
está cerrado en realidad, como no lo está la espiral, que aquí sería el símbolo
que mejor representaría ese proceso de apertura permanente hacia otros espacios
y realidades del ser tomado en su integridad, y no sólo en su estado humano
individual.
A todo fin le sucede un nuevo comienzo, pues el tiempo siempre se regenera a sí mismo, esa es su cualidad más importante, ligada por otro lado con la memoria y el recuerdo del Sí Mismo. Es obvio que etimológicamente «nueve» y «nuevo» son equivalentes. Como dice nuestro autor:
Espiral dentro de la Cruz Andina. Muralla de Cuzco
A todo fin le sucede un nuevo comienzo, pues el tiempo siempre se regenera a sí mismo, esa es su cualidad más importante, ligada por otro lado con la memoria y el recuerdo del Sí Mismo. Es obvio que etimológicamente «nueve» y «nuevo» son equivalentes. Como dice nuestro autor:
La
solución, o salvación, está presente en forma inmanente, en esa misma rueda, de
manera oculta, como se encuentra en la semilla toda la potencialidad del nuevo
árbol, y en el huevo el origen del ser.
Recordemos aquí el doble sentido que
tiene la palabra «solución»: por un lado significa resolver, solventar o acabar
con una cuestión, y por otro disolver, desenlazar, desatar, en definitiva
liberarse, o «salvarse», de una atadura, cualquiera que esta sea.
Centrándonos en la rueda de seis
radios, o rayos, debemos decir que ésta
tiene una particularidad mágica: el tamaño de uno de esos radios siempre divide
a la circunferencia en seis partes iguales. Esto es verdaderamente
sorprendente, pues esta «revelación» geométrica «cristaliza» dentro de nosotros (y nunca mejor dicho) la
comprensión de por qué el mundo, es decir
la manifestación que está simbolizada precisamente por la circunferencia, fue
«creado» en seis días, período que no hemos de tomar literalmente, pues
constituye en realidad un módulo de tiempo que relaciona la idea de creación a la idea de «medida»: el mundo fue creado o
«medido» por el «rayo o radio divino»
en seis días, que son en realidad seis períodos o ciclos temporales, agregándoles un séptimo, que en verdad
simboliza el no tiempo, situado en el
centro de la cruz tridimensional.
La rueda de seis rayos es también el
símbolo por antonomasia de la analogía,
y merece que nos detengamos un momento en su descripción teniendo en cuenta todo lo que hemos dicho al respecto hasta aquí.
Esta figura está formada por un eje
vertical central y dos oblicuos que se entrecruzan en su centro, de tal manera
que, partiendo de ese centro, se crean dos
planos, el «de arriba» y el «de abajo». Los dos tienen las mismas líneas, tres, de tal manera que constituyen un
ternario, pero las que están «abajo» aparecen
como si efectivamente fuesen un reflejo de las que están «arriba». No en vano
esta es la idea que se quiere remarcar: que lo «de abajo» es un reflejo de lo «de arriba», es decir que a pesar de que
aparentemente sean iguales (de ahí su
reciprocidad) el hecho de que uno esté arriba y el otro abajo indica una preeminencia jerárquica, subrayada por la
imagen visual del ternario
«invertido». (2)
Es como un objeto reflejado en el
espejo: ese objeto al contemplarse en
él aparece como invertido con respecto al original. Lo mismo sucede si nos contemplamos en un estanque de
agua: nuestra imagen aparece invertida
y proyectada «hacia abajo». Por eso mismo todos los símbolos geométricos que hablan de la analogía
se esclarecen bastante cuando se les
añade una línea horizontal que pasa por el centro de la figura, pues dicha línea es efectivamente como un
espejo donde al contemplarse el objeto original, se crea inmediatamente su
imagen «invertida». Precisamente, esa línea horizontal es llamada en muchas
tradiciones el «plano de reflexión»,
o «la superficie de las Aguas», que separan y simultáneamente unen el mundo «de arriba y el mundo de
abajo», es decir lo universal y lo individual,
respectivamente. En cierto modo esa «superficie de las Aguas» es la que divide, y une, los planos más
altos del Arbol de la Vida cabalístico (Atsiluth
y Beriyah), de los planos más bajos (Yetsirah y Asiyah). (3)
En este sentido, y desde el punto de
vista metafísico, el Ser universal, o Gran
Arquitecto de los Mundos, será siempre más grande que su reflejo, pues El es la realidad verdadera que
contiene en potencia o virtualmente a
su creación. Pero desde el punto de vista de esa creación, y por el hecho mismo
de estar «invertida», es al contrario el Ser universal el que está virtualmente contenido en ella, es
decir que lo más grande en el cielo es en
la tierra lo más pequeño, y viceversa. Ni qué decir que el símbolo del punto central y de la circunferencia se
presta perfectamente para ilustrar esto
último. Esta es «la aplicación del sentido inverso» del símbolo de que habla Federico cuando aborda este tema
importantísimo y esencial que constituye
la ley de analogía.
El «radio divino» al que hacíamos
referencia anteriormente es el «séptimo rayo», el cual está simbolizado por el
centro de la cruz tridimensional (que
es la rueda de seis radios en el espacio volumétrico), cuyos radios miden la totalidad de la rueda del
mundo, y constituye la estructura interna de las dos figuras que simbolizan
respectivamente el cielo y la tierra: la esfera
y el cubo. Este último no es otra cosa que la cristalización de la esfera (como el cuadrado no es sino la
cristalización del círculo), y vemos en sus
seis caras y sus doce aristas, así como en los 90 grados de cada uno de sus ángulos, esa íntima relación con la
esfera. Doce es precisamente el número de
los signos del Zodíaco, de la Rueda de la Vida.
Pero esa contemplación sintética y
unitaria sobre el mundo que nos rodea
y del que formamos parte, y diríamos incluso el sentido verdadero de lo que significa el mito y la
búsqueda heroica de lo suprahumano, ha prendido
en nosotros gracias a la Enseñanza hermética y metafísica. Dicha Enseñanza será
para nosotros lo mismo que el radio que conecta la periferia de la rueda con su centro: un eje luminoso que nos
alumbrará en todas las circunstancias
de nuestra vida. De hecho, si lo observamos
bien, la Enseñanza tradicional constituye un radio de la Rueda Cósmica emanada directamente de su centro, de
su corazón, y en la medida en que comprendamos
y realicemos su contenido nos iremos aproximando cada vez más a ese espacio sagrado y arquetípico, donde encontraremos
nuestra verdadera identidad.
Entonces, ese sol físico que está
«entretejido con la estructura invisible de
otro cielo» (4) y que vemos rotar por el orbe celeste, alumbrándolo, en el doble sentido de la palabra (dándole
luz y dándolo a la luz, es decir generándolo)
es el mensajero de nuestro propio Sol espiritual, metafísico, actuando en el interior de nosotros
mismos, engendrándonos.
Notas
(1) Y añade a continuación: mientras
que la iniciación ligada al «cuadrado de cuatro se refería al conocimiento de
la tierra y constituía un paso para obtener la primera», es decir la Tetraktys.
(2) En sentido estricto la ley de
analogía es la relación que existe entre «lo que está abajo» y «lo que está arriba», según nos dice la Tabla de
Esmeralda hermética en su primer enunciado. El símbolo que mejor representa
esta idea es el «Sello de Salomón» o «Estrella de David», constituido por dos
triángulos entrelazados, pero que indica claramente que el que está abajo
aparece como un reflejo del que está arriba. No quiere esto decir que el de abajo,
por el hecho de ser un reflejo, no tenga por ello realidad alguna, sino que su
existencia, o sea su realidad, depende enteramente del principio que se espeja
en él. Tal es la relación entre el Ser universal y el ser individual.
(3) De las relaciones entre el plano
universal (celeste) y el plano individual (terrestre) habla nuestro autor en el
capítulo VIII de El Simbolismo de la Rueda:«Las dos mitades del modelo cósmico».
(4) En el Vientre de la Ballena. Textos Alquímicos.
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