CAPÍTULO II. LA TRADICIÓN PRECOLOMBINA. La Iniciación a lo Sagrado


Autosacrificio ritual. Códice Florentino.

Sabiendo que su libro trata, en una parte importante del mismo, de los principios de una sociedad tradicional, Federico González no puede por menos que destacar algunos de esos principios, y aclara algo importante que merece ser tenido en cuenta, a saber:

que las analogías reales que poseen las distintas tradiciones entre sí, derivadas de sus concepciones metafísicas, ontológicas y cosmogónicas, no son meras coincidencias de forma y similitudes casuales, sino por el contrario adecuaciones de una misma realidad universal intuida (revelada) por todos los hombres de todos los lugares y tiempos, la que está fundada en la verdadera naturaleza del ser humano y el cosmos. De allí que esas filosofías sean auténticamente perennes y que revelen un pensamiento idéntico de distintas maneras, adecuado a circunstancias de mentalidad, tiempo y lugar. Igualmente es sabido que existen pautas que permiten identificar el pensamiento tradicional, su cosmovisión, su simbólica, su Imago Mundi, no expresada exclusivamente de modo lógico o discursivo. El hombre, como ente completo, incluye diversos grados de ser dentro de sí que exceden el racionalismo, y en ese sentido debe remarcarse la garantía que son los símbolos al respecto, como lo expondremos más adelante. (1)

Y a continuación recoge las palabras que el ya citado Miguel León Portilla escribe en La Filosofía Náhuatl:

En el pensamiento cosmológico náhuatl encontraremos, más aún que en sus ideas acerca del hombre, innumerables mitos. Pero hallaremos también en él profundos atisbos de validez universal. De igual manera que Heráclito con sus mitos del fuego inextinguible y de la guerra ‘padre de todas las cosas’, o que Aristóteles con su afirmación del motor inmóvil que atrae, despertando el amor con todo lo que existe, así también los sabios indígenas sacerdotes náhuatles, tlamatinime, tratando de comprender el origen temporal del mundo y su posición cardinal en el espacio, forjaron toda una serie de concepciones de rico simbolismo.

En efecto, esos principios a que nos referimos están sugeridos por las concepciones cosmogónicas y metafísicas presentes en los símbolos y los mitos, y reveladas a través de ellos, lo que ha dado lugar, junto con los ritos, al arte sagrado de todos los pueblos, lo que está en la génesis misma de toda expresión y actividad humana. El hombre es también un «hacedor de formas» de acuerdo a un impulso interior que manifiesta su vínculo con el Demiurgo del mundo, al que imita en su actividad creadora, y el resultado no es otro que el arte en sus indefinidas expresiones, las que sin embargo obedecen a un conjunto de estructuras prototípicas que contienen a las ideas y principios universales emanados de la Unidad sagrada y metafísica.(2) Donde esto se ve con más nitidez es precisamente en las sociedades arcaicas y tradicionales, como ya apuntamos, cuyo punto de vista, es decir su enfoque sobre la vida y el mundo, está regido por la unidad (y no por la multiplicidad como en las sociedades actuales), donde el pensamiento de sus integrantes se sustenta enteramente en las leyes de las analogías y las correspondencias, capaces de darnos a conocer otras posibilidades de la vida cósmica y de la nuestra propia, gracias a las cuales podemos intuir y acceder a lo supracósmico y metafísico. Como nos dice Federico González en el capítulo III de El Simbolismo Precolombino:

La perspectiva moderna está construida con la lógica del racionalismo; contrariamente, la antigüedad ordenaba su visión del mundo por medio de la analogía y sus mecanismos de asociación. La correspondencia entre los fenómenos, seres y cosas resulta entonces natural, puesto que ellos simbolizan distintos aspectos de los principios universales que los han generado. Nada de casual hay en un mundo así, porque todo adquiere su sentido en el conjunto y el hombre acata una voluntad superior que analógicamente se le revela en el interior de su conciencia. Y es en virtud de esta complementariedad que todas las cosas, los fenómenos y los seres, se buscan y corresponden, se atraen y se rechazan, pero no se excluyen. Hacen la guerra o viven en paz, pero tienen un sentido armónico que imita el ritmo del aspir y el expir universales.

A ese pensamiento hay que volver, o mejor dicho debemos recuperar, pues no pertenece ni se manifiesta sólo en un período histórico determinado, sino que está en la médula misma de lo que es verdaderamente la naturaleza humana, pues como refería nuestro autor anteriormente el hombre es un ente completo, o sea tiene un cuerpo, un alma y un espíritu, que se relacionan con el cuerpo, el alma y el espíritu del Cosmos. (3) 


El nacimiento del maíz como Árbol de la Vida, modelo del proceso iniciático. Códice Borgia

Todos los pueblos antiguos tenían muy clara esta idea total del hombre, y es precisamente ella la que es transmitida en la Iniciación a los misterios, fenómeno este que sólo existe en una sociedad que está asentada en la vivencia de lo sagrado. La ausencia de esa realidad, o de esa perspectiva del mundo totalmente integradora, ha impedido precisamente que la sociedad moderna pueda haber generado, o mejor dicho pueda haber continuado, con las iniciaciones que promueven el Conocimiento, la Gnosis.

El mundo moderno ignora todo lo referido a la iniciación, si no lo niega como algo obsoleto o fantasioso. Por el contrario, en una cultura tradicional toda la Enseñanza está encaminada en esta dirección, puesto que la iniciación en los misterios es lo mismo que la obtención del Conocimiento, a partir del cual se estructura la cosmogonía y se articula la vida colectiva e individual. Nada tiene que ver este Conocimiento con lo cuantitativo, la suma enciclopédica de información, la experimentación empírica o la multiplicidad analítica, sino más bien con una síntesis, con la vivencia de la esencia y la totalidad. Pero, sobre todo, lo que definitivamente distingue a un tipo de conocimiento del otro consiste en que la sociedad actual cree que éste progresa con el devenir del tiempo y es el logro de ‘tesis’ personales, es decir, de ‘inventos’ o ‘descubrimientos’ individualizados e históricos; mientras que, por el contrario, una cultura tradicional lo considera eterno y revelado, actual y vivo y de origen no humano, es decir, divino. (Capítulo VII).

El capítulo VIII está consagrado enteramente a la Iniciación,(4) esclareciendo su significado y distinguiéndola de los ritos en los que participan la colectividad entera («tales las iniciaciones relacionadas con los ritos del año nuevo –y muerte del año anterior– y vinculadas con la vegetación y la fecundidad»), o los ritos de pubertad (que «abren a la comunidad el acceso a la regeneración y otro nivel de la realidad»), ritos todos ellos que desde luego tienen su sentido y su importancia dentro de la estructura de esa cultura o civilización, pues gracias a ellos también todo el pueblo en su conjunto participa, en su medida y grado, del hecho sagrado. Sin embargo, por iniciaciones propiamente dichas debemos entender a las sapienciales, que junto a las guerreras y artesanales conforman los tres modelos o tipos de la Iniciación a lo sagrado, adaptadas cada una de ellas a la naturaleza de los hombres y mujeres que están cualificados para recibirlas. Esto ha sido así en todas las sociedades arcaicas y tradicionales (5) que se han estructurado de acuerdo a las enseñanzas derivadas de la realidad revelada en la Iniciación. De ahí que para conocer la auténtica naturaleza de esos hombres y pueblos tradicionales debamos tener en cuenta que sus existencias giraron siempre en torno a los principios e ideas recibidas en la Iniciación a lo sacro. Por eso mismo, señala nuestro autor que

sin el hecho real y efectivo de la Iniciación nada podría saberse ni entenderse acerca del hombre y la vida de esos pueblos.

Y más adelante añade:

Si queremos comprender a los pueblos arcaicos debemos abordar el asunto de la Iniciación como hecho cosmogónico real, verdad reconocida en todas las culturas tradicionales, acontecimiento que provoca un comercio ininterrumpido entre hombres y dioses (fuerzas invisibles, espíritus, ángeles, monstruos, etc.) por intermediación de la colectividad como pueblo sagrado e iniciado en general, y en particular por la intervención de aquellos que se han dado en llamar ‘especialistas de lo sagrado’ (hombres de conocimiento, sabios, magos, chamanes, sacerdotes, jefes, adivinos, brujos, hechiceros, curanderos, yerberos, etc.) en los distintos niveles en que estos ‘especialistas’ se expresan de acuerdo y en virtud de sus conocimientos.


Escribas mayas

Esta última puntualización es importante, pues nos muestra que si bien todos estos «especialistas» forman parte del ámbito de una sociedad arcaica, existen niveles dentro de ellos que están en relación con sus conocimientos más o menos profundos de la realidad de lo sagrado. Los seres que se hacían acreedores de la primera de esas iniciaciones, la sapiencial (los sabios, sacerdotes, los reyes-pontífices, los chamanes) fueron los que verdaderamente gobernaron a sus pueblos por

su conocimiento, sabiduría y aptitudes, y en todo caso son los que han diseñado y promovido siempre –por su actuación en el mundo– todas las culturas. Sus iniciaciones son llamadas sapienciales y son siempre las más altas y se manifiestan aun en pueblos muy primitivos donde se enseñan los conocimientos y misterios tribales; pero las iniciaciones, como ya indicamos toman diversas formas de acuerdo a la naturaleza de los individuos y los pueblos y a las épocas cíclicas o históricas que les ha tocado vivir; las iniciaciones guerreras no son las ya mencionadas sapienciales y las artesanales tampoco son las guerreras.

En efecto, lo que con estas citas está señalando nuestro autor es la función verdaderamente central que ha desempeñado la Iniciación en la conformación del hecho cultural, en cuanto que ha sido la receptora directa de los misterios más elevados y metafísicos, cuya comunicación y transmisión ha sido y sigue siendo posible por intermediación del Símbolo. Esto es así porque los símbolos iniciáticos siempre han sido creados por los sabios y hombres de conocimiento cualificados de todos los pueblos, inspirados por los dioses educadores cuya energía espiritual se revelaba en su interior, tal Quetzalcóatl o Viracocha entre los indígenas americanos, análogos en sus atributos a las deidades de otros pueblos de la tierra. Esos símbolos iniciáticos fundamentales, de estructura numérico-geométrica, también están representados en los diseños realizados por los artesanos en sus diversos oficios: el tejido, la cestería, la forja, la música, la pintura, la cerámica, la construcción, etc., los que igualmente eran inspirados por esos mismos dioses intermediarios e instructores. (6)

¿Quién instruyó al hombre sino el dios educador? ¿Qué sino el origen mítico –que se traduce siempre por hechos históricos, temporales o anecdóticos– y la irrupción de lo sagrado en lo profano justificaría la realidad del mundo y nuestra existencia, santificándola, haciéndola verdad? ¿Cómo podría mantenerse y reproducirse un pueblo que no estuviera fundamentado en el conocimiento auténtico de las cosas? (Ibíd.)

Sin embargo, y pese a que hay distintas formas de iniciación a lo sagrado, la Iniciación en sí misma es una sola, como es uno el Conocimiento que constituye el «fin» de la misma, si se nos permite la expresión. El círculo tiene distintos radios pero todos finalmente coinciden en su centro único.

La existencia de la Iniciación como tal deriva de un hecho incontrovertible: la pérdida por parte del ser humano de su estado central y primordial, una pérdida producida por lo que en términos judeocristianos se llama «la caída», expresión que indica un abatimiento, un descenso de una realidad vertical –signada por la unidad inmutable–, en otra realidad, dual y horizontal, sujeta a las circunstancias cíclicas y espacio-temporales; se habla también de un «olvido», y en consecuencia lo que provoca la Iniciación, y aquello que la justifica, es hacernos «recordar» nuevamente lo que realmente somos (la anamnesis platónica). La Iniciación surge en el devenir humano como una necesidad: la de recuperar ese estado central, que nos proporciona «el conocimiento auténtico de las cosas», que es el que corresponde en potestad al hombre en la plenitud de sus posibilidades actualizadas, que no albergan sólo las humanas, sino también y principalmente las posibilidades de orden suprahumano. En efecto,

este acontecimiento grandioso por el que se obtiene el ser gradualmente y por intermedio del cual nos comprendemos a nosotros mismos y a nuestro papel en el mundo, es el que nos conecta con la realidad de otros planos distintos de los que podría decirse son los específicamente humanos, y los que distinguen a este ser de especies más limitadas y también explican la existencia del universo y la nuestra, pues incluyen la identidad del Conocer y el Ser, de cara a lo cual todo lo que no es el Conocimiento sólo es ilusión, o una forma del engaño y la mentira. Para la perspectiva tradicional si no fuera por la Iniciación en los misterios la vida no tendría ningún sentido. [En nota: «También la Iniciación, como se ha indicado, es equivalente al viaje de los muertos en el más allá y asimismo se la equipara con el recorrido de los astros por el inframundo y siempre se la asocia con pruebas y trabajos, y tal como hemos señalado con muerte y resurrección».] Y por cierto que ella no es para estas sociedades un simple formalismo de trámite o una alegoría, sino la posibilidad –la necesidad– real de conocer y revivir la cosmogonía original, la virginidad del comienzo, lo que otros llaman realización espiritual y que puede obtenerse a través del símbolo y el rito –y las prácticas de observación, investigación y estudio, conjuntamente con las de meditación, contemplación y oración del corazón–, que no son meras convenciones o ceremonias, pues el educador, el iniciador auténtico, es finalmente el numen que se revela al ser humano, al que todo hay que enseñárselo puesto que todo lo aprende.

Se trata, como estamos viendo, de aprenderlo todo de nuevo en un camino que transcurre a contracorriente, arduo, que se vive en soledad, en la intimidad de la conciencia, y que está lleno de dificultades y enemigos, los cuales no sólo están fuera sino sobre todo dentro del que protagoniza esa aventura, y que constituyen la materia prima del trabajo iniciático durante muchas etapas del mismo. (7) Ha de saber en primer lugar que su existencia profana transcurre en un engaño, en una irrealidad, en un sueño. Ante esta verificación no le queda más remedio que despertar y obtener su identidad verdadera, lo cual supone pasar por las pruebas iniciáticas, emulando las gestas de los antepasados, míticos y humanos, y los dioses civilizadores de su propia tradición, pues como nos recordaba anteriormente nuestro autor, existe un constante comercio entre los hombres, los dioses y las criaturas del mundo intermediario, (8) realidad que comienza a ser percibida ya desde los primeros momentos de la Iniciación.

Las gestas de los antepasados míticos, de los héroes y los dioses civilizadores son los paradigmas que articulan el proceso iniciático entre los pueblos arcaicos, y en definitiva en toda iniciación a lo sacro de cualquier tiempo o lugar, pues mediante la reiteración (ritualización) de los modelos arquetípicos, o sea mediante la experimentación de una cosmogonía y una metafísica vivas, el aspirante al Conocimiento comienza a recordar, como señalábamos antes al mencionar la doctrina de la anamnesis de Platón, quien dejó dicho que «conocer es recordar». Por eso el sentido de la Iniciación es ayudarnos a desvelar el contenido de nuestra memoria espiritual, o sea de la inteligencia que anida en el corazón, que para la Tradición no es el órgano físico, sino el centro mismo de nuestro estado humano, y punto de contacto con los estados suprahumanos y verticales.


Tonalamatl, o "Libro de los destinos". Códice Tonalamatl Aubin

En esto es imprescindible el «hálito divino», esto es el «espíritu» concebido como el soplo que la deidad «insufla» en el alma del neófito y que es la que le va a dar la «vida nueva»,(9) o sea nacer al conocimiento de esos estados.

Mencionamos antes las pruebas iniciáticas, y a decir verdad éstas no tienen otro objetivo que purificarnos de aquellos elementos (imágenes, creencias, emociones, sentimientos, seguridades mentales y psicológicas de diferente tipo, etc.) que no tienen relación alguna con nuestra verdadera esencia, o sea nuestra identidad con el Sí Mismo, sino que han sido extraídos del medio profano y los hemos hecho nuestros como si fuesen verdades indelebles, con las que inevitablemente nos identificamos. Varias tradiciones nos hablan precisamente de que esas presuntas «verdades» son semejantes a la neblina que la luz del sol hace desaparecer inmediatamente con su fulgor, mostrando así su evanescencia e ilusión. Si el hombre es lo que conoce, y si sólo conocemos lo que nos ha inculcado el medio profano, nuestra identidad será ésa, y actualizaremos y nos identificaremos con los estados más inferiores y superficiales, o sea con los más externos y alejados del centro.(10)

Por eso mismo ha de existir como premisa necesaria un desapego total con respecto al medio profano, (11) lo cual es un modo de experimentar lo que en la Alquimia se denomina «separar lo espeso de lo sutil». Como decíamos anteriormente sin esa separación, o sea sin la muerte al estado profano, no se puede nacer a otros estados más sutiles y verdaderos.

Tal vez no haya operación más difícil en Alquimia que ésta, y por ello mismo no debe eludirse bajo ninguna circunstancia. Se trata sin duda alguna de un acto de la inteligencia, impulsada por el arrebato de un «furor» que Platón calificó de divino y que niega la negación del Ser. No es por casualidad entonces que la Inteligencia sea representada a veces con una espada (o sea un eje), que desata de un solo golpe los lazos psicológicos (el «nudo gordiano») que mantienen al ser sujeto a ese mundo profano, donde las cosas y los seres que lo habitan siempre permanecen en un estado larvario y sin desarrollar.

Por el contrario, la Enseñanza Iniciática al transmitirnos una Cosmogonía como expresión perenne de las Ideas Eternas, nos permite desarrollar las cualidades inherentes a nuestro a ser, abriendo la posibilidad de conocer el estado humano en toda su integridad y llevarnos hacia los estados superiores, es decir a otros planos más elevados del Ser Universal, y en la medida en que los conozcamos seremos esos estados, haciéndonos merecedores y partícipes de sus bendiciones. Además, en la comprensión de la Enseñanza ya van implícitos los medios y los instrumentos para enfrentarnos a las pruebas que inevitablemente aparecen cuando comenzamos el camino del Conocimiento, pues forman parte constitutiva de él. Como nos recuerda Federico, ese camino o trayecto del alma en el proceso de iniciación a los misterios cósmicos, ontológicos y metafísicos es también visualizado como una «navegación hacia el país de los ancestros», a la ciudad celeste.

Las pruebas iniciáticas son equiparadas universalmente al viaje post-mortem del alma, o sea que hay una analogía entre el viaje iniciático por el mundo intermediario y aquel que emprende el alma del difunto una vez ha abandonado la forma corporal. Hasta tal punto esto es así que en algunas culturas el recién iniciado es tomado por un «muerto» y todo su comportamiento así lo atestigua. Esa muerte es un regreso simbólico al útero materno, regreso que en este caso se vive como una concentración del ser en sí mismo, en el útero de su alma en un proceso que la alquimia denomina «nigredo» y que antecede al «nuevo nacimiento». Las siglas alquímicas V.I.T.R.I.O.L («Visita el Interior de la Tierra y Rectificando Encontrarás la Piedra Oculta») hacen sin duda referencia a esa vuelta al estado «prenatal» o embrionario, necesario para que el ser emprenda su verdadera regeneración mediante una serie de disoluciones y coagulaciones (de muertes y renacimientos, de descensos y ascensos por el eje del mundo) que marcarán el «ritmo» de dicha regeneración. En este sentido, y en el mismo orden de ideas, nuestro autor ha dicho innumerables veces que la Gnosis no se otorga sin sacrificio, pues en la medida en que damos se nos dará, y que desde luego aquello que hemos recibido como el don más precioso lo tenemos que entregar multiplicado, como se dice netamente en la parábola evangélica de los talentos.

La muerte a un plano de conciencia –tal vez pudiera decirse, a un grado de experiencia– y la resurrección a un plano mayor, en cuanto más amplio y universal al menos, están íntimamente ligadas a la idea de destrucción del pasado, de fin de la imágenes conceptuales del hombre viejo y renacimiento a otro mundo, el del hombre nuevo; y también con ideas de trabajo, disciplina, orden, sacrificio –que viene de sacrum facere, de hacer sacro–, o mejor, autosacrificio, en relación con las pruebas que deben sortearse y vencerse en los ritos de iniciación y que obligatoriamente han de vivirse no sólo en la mera superficialidad, sino en la interioridad de la conciencia, para estar efectivamente en el camino del Conocimiento, de la intuición inteligente percibida de manera directa, es decir, para ser un iniciado o tener algún grado de iniciación.


Maestro impartiendo enseñanzas. Códice Florentino

En una nota nos pone algunos ejemplos de ese autosacrificio, en este caso referidos a las iniciaciones guerreras donde tan importantes eran las pruebas corporales como una forma de la entrega de la individualidad, pues el cuerpo físico debía participar también de ese proceso de conocimiento y dejar en él el signo de la huella o marca indeleble que se graba a fuego en el alma; nos habla concretamente de los jóvenes incas que ascendían un monte sagrado, el Huanacauri, o de la travesía peligrosa por uno o nueve ríos como parte del viaje de ultratumba entre los mesoamericanos, simbolismo éste que lo podemos encontrar en numerosas culturas repartidas por toda la tierra; o entre los indios norteamericanos que practicaban la autotortura en ese rito iniciático conocido como la Sun dance («danza del Sol»), nombre muy sugerente, pues liga directamente la iniciación guerrera al Astro rey, o Dios cósmico, como progenitor espiritual. (12) Y añade a continuación:

En las iniciaciones de los indios del sureste de los Estados Unidos, tribus agricultoras y guerreras, los grados jerárquicos de conocimiento iniciático y crecimiento interior se marcaba exteriormente por medio de una incisión o tatuaje labrado en la piel. Cuando se le ponía el primer nombre al muchacho se le hacía la primera. Cuando se convertía en aspirante a guerrero, en la adolescencia, se le practicaba la segunda. Y la tercera se efectuaba cuando había sufrido con éxito las pruebas iniciáticas de la guerra y era un hombre verdadero, al que se le ponía un nuevo y auténtico nombre. De allí en más las incisiones eran múltiples de acuerdo a la experiencia, habilidad y valor testimoniado. (13)

En este sentido Federico nos habla de que existe una dialéctica del dolor en la búsqueda del Sí Mismo, y nos lleva a conocer las causas de la misma, es decir su raíz metafísica. La incisión en carne viva como rito sagrado ha formado parte integrante de muchas sociedades arcaicas y tradicionales, que no veían en absoluto separado el cuerpo del alma y del espíritu, sino que este ternario conformaba para ellos una unidad indisoluble, aunque jerarquizada, como el propio cosmos. La huella indeleble que deja en el alma la manifestación del espíritu y del numen se «fija» también en la carne, de ahí tal vez el origen de la palabra «encarnación», que es la identidad con lo sagrado asumida por la individualidad humana. Es así que podemos comprender muchas cosas en relación al proceso iniciático, donde efectivamente se vive esa dialéctica como la expresión corporal y emocional de algo mucho más profundo, como es la entrega sin paliativos a la Deidad, o sea del amor a la Sabiduría:

Dios es Amor y necesita Amor. Ama y es Amado. El dolor surge entonces como un ansia de ese amor y la imperiosa necesidad de amar. Todas las tradiciones del mundo han conocido esa paradoja, esta inversión y complementación, esta analogía que liga indestructiblemente a todos los pueblos entre sí y constituye la dinámica del mundo. El dolor como forma de amor a Dios constituye parte de la dialéctica de la creación y no sólo era practicada por la tradición judeocristiana, por los descubridores, sino también y de modo muy riguroso por los precolombinos. Este tipo de sacrificio, muchas veces sangriento, adquiría su completo sentido en las pruebas de iniciación, donde el Conocimiento y la preparación a otras realidades y formas de percibir diferentes, auténticas y verdaderas, necesitaba de la propia esencia, del ser del iniciado. Francisco Ariza


Notas
(1) Capítulo IX, «El Redescubrimiento de América».
(2) En relación con esto, en el capítulo XVII («Arte y Cosmogonía») podemos leer algo que ya nos resulta familiar en la obra de nuestro autor: «El verdadero artista es, pues, un mediador entre lo conocido y lo desconocido, entre un plano de la realidad invisible y otro manifestado por su intermedio. Es un mago, o mejor, un chamán que se conoce a sí mismo por sí mismo y que revela a su pueblo los misterios de lo oculto mediante un viaje, o inmersión en el inframundo, de donde extrae los tesoros de la creación –de la Verdad o Belleza, emulando en todo la figura del Demiurgo, con quien se identifica. Entonces el arte igualmente debe ser considerado en relación con lo esotérico e iniciático, como lo han hecho las sociedades tradicionales y primitivas. Las que han visto unánimemente en las artes y artesanías formas rituales de aprendizaje y conocimiento…».
(3) Fue un craso error, vista la desintegración actual, suprimir del horizonte intelectual del hombre occidental las enseñanzas de ese pensamiento arcaico y tradicional que todavía pervivía en la Europa del Renacimiento gracias a la presencia de la tradición hermético-alquímica y el pensamiento de Platón y los neoplatónicos grecolatinos y cristianos. Pero por razones de tipo cíclico ese «error» de incalculables consecuencias tuvo y tiene su sentido en cuanto que es un factor desencadenante del fin de ciclo por agotamiento de todas las posibilidades contenidas en el mismo.
Vemos así que una extraña fascinación por lo «nuevo» sin más (la novedad por la novedad, sello inconfundible de la modernidad) acompañado por un desprecio soberbio por todo lo «antiguo», al que se acabó confundiendo con lo viejo y lo caduco, embargó los espíritus de quienes protagonizaron el cambio de época que se inicia en el siglo XVII y que desembocó en el racionalismo y toda su retahíla de «ismos» (mecanicismo, materialismo, evolucionismo, positivismo, etc.) que le acompañarían hasta los momentos actuales, donde todo eso ha dejado paso a la paulatina disolución del conjunto de la sociedad humana. Consciente o inconscientemente (o ambos a la vez en cualquier caso) se amputó al hombre de una parte de sí mismo, la más importante, el intelecto o espíritu, que constituye el núcleo central que da sentido a todo lo demás, encerrándolo en una irreductible dualidad cuerpo-alma. Como dice Federico en el capítulo IX: «el hombre contemporáneo, a la inversa del hombre tradicional, o sea al revés del hombre de todos los tiempos, ha desechado las energías espirituales y sutiles como componentes activos de la manifestación cósmica, siempre presentes en ésta, y sólo se interesa por lo material y limitado, de lo cual toma prolija nota estadística».
(4) Salvo indicación expresa todas las citas que vienen a continuación se han extraído de este capítulo.
(5) Por poner un ejemplo conocido, diremos que en la tradición hindú la iniciación sapiencial está en relación con el jñani-yoga, la guerrera o caballeresca con el bakti-yoga, y la artesanal con el karma-yoga. Pero esto no quiere decir que en cada una de esas iniciaciones no existan las otras, y además para que verdaderamente exista la iniciación a lo sagrado en cualquiera de sus expresiones debe existir la recepción en el ser humano de una influencia de orden espiritual.
(6) A este respecto, Federico cita en la nota 49 de este capítulo VIII el siguiente texto extraído de un manuscrito indígena de la época colonial: «Sin que pudieran ver a Viracocha, los muy antiguos le hablaban y adoraban. Y mucho más los maestros tejedores que tenían una labor tan difícil, adoraban y clamaban». Más adelante nos habla de que los indígenas equiparaban a los alfareros (artífices-toltecas) a los sabios y maestros, en cuanto son creadores, dan vida a la masa informe, y añade a continuación otro texto indígena que dice lo siguiente: «El que da un ser al barro; de mirada aguda, moldea, amasa el barro. El buen alfarero pone esmero en las cosas, enseña al barro a mentir, dialoga con su propio corazón, hace vivir a las cosas, las crea, todo lo conoce como si fuera un tolteca… (…) El buen pintor; entendido, Dios en su corazón, que diviniza con su corazón las cosas, dialoga con su propio corazón». Por otra parte, añade nuestro autor, «los motivos ‘decorativos’ artesanales no son creaciones populares como se suele creer, sino que constituyen diseños perfectamente establecidos y repetidos ceremonialmente, símbolos tradicionales reveladores de un pensamiento e idea cosmogónicos». Ver también «Perspectivas desde el Arte», capítulo III de El Simbolismo de la Rueda. Asimismo «Arte, símbolo y mito en las culturas tradicionales», capítulo IV de Simbolismo y Arte.
(7) En relación con esto, en el capítulo XVII («Arte y Cosmogonía») nuestro autor nos recuerda algo importante como es el hecho de que el alma ha de realizar el viaje completo alrededor de sí misma, lo cual es un reconocer que el destino último del ser humano es el origen atemporal: «Somos nosotros, los hijos de esta ‘civilización’, los que tenemos que efectuar la larga labor de remontar la corriente de vuelta para encontrar lo original y permanente, lo que por otra parte no podía dejar de ser lo más sencillo, práctico e inteligente. Pero de ninguna manera nuestro viaje es vano. Bien por el contrario es imprescindible este retorno a las fuentes pues de este modo la psiqué da una vuelta completa sobre sí misma (sobre el contenido total de sus imágenes) y así regeneramos nuestro presente, lo que equivale a encontrarnos a nosotros mismos, descubrir un sentido a la vida y aceptar el destino».
(8) Dicho sea de pasada, este comercio entre los hombres y los dioses, entre lo visible y lo invisible, entre la tierra y el cielo, nos da una perspectiva muy diferente de la Historia, a la que hay que entender como un símbolo de la Suprahistoria.
(9) Así titula una de las primeras obras ese «Fiel de Amor» que fue Dante, la cual constituye un testimonio de sus primeras experiencias en el camino del Conocimiento.
(10) Por otro lado, no se trata de negar estos estados inferiores, sino de asumir que ellos están sujetos a una serie de limitaciones que si no son superadas por el interesado a la iniciación pueden constituir un estorbo en un camino que por su propia naturaleza es ascendente. Por otro lado, como nuestro autor nos recuerda en El Simbolismo de la Rueda, sin la posibilidad de transitar por tamas no podemos tener conciencia de sattwa. Ver el capítulo anterior sobre el Simbolismo de la Rueda                      .
(11) Anotemos que «profano» quiere decir exactamente «fuera del templo», lo que expresa una visión del mundo totalmente desacralizada.
(12) Recordemos en este sentido que los incas se autodenominaban «hijos del sol», y los mismos aztecas «pueblo del sol».
(13) Entre los indios norteamericanos el valor es la primera de las cuatro virtudes para alcanzar el Conocimiento, las que nuestro autor ha recordado en varias ocasiones, a saber: valor, paciencia, generosidad y sabiduría.


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