Capítulo I. La Rueda como un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (2)
Rueda del Dharma
ESTRUCTURA Y CONTENIDO DEL LIBRO DE LA RUEDA
Es
fundamental descubrir cómo en esta primera obra, y siempre en torno al símbolo
de la rueda, nuestro autor aborda directamente la función didáctica de los
símbolos como iniciadores y guías en el camino del verdadero saber, consciente
de que sin una formación lo suficientemente amplia acerca de lo que el símbolo
significa se hace realmente muy difícil transitar por cualquier vía iniciática,
sobre todo si esa vía tiene como base de su trabajo el estudio y la meditación en
los símbolos sagrados. Por eso mismo en todos sus libros trata del símbolo, y
si nos fijamos también en casi todos ellos aparece la palabra símbolo,
simbolismo o simbólica formando parte del título, es decir del frontispicio de
la obra, lo cual no es por casualidad, evidentemente, sino que así lo ha
querido su autor para destacar el gran valor de los códigos simbólicos como
vehículos reveladores de la Ciencia Sagrada, y por tanto capaces de articular
el proceso del Conocimiento, es decir de la Iniciación.
Esta es la
razón de que el símbolo, y por supuesto el rito y el mito que son también
símbolos, constituyan los vehículos de toda enseñanza verdaderamente
iniciática, la cual nada tiene que ver con la “sistematización” propia de la
filosofía moderna, ni por supuesto con la enseñanza escolar y profana, que es
precisamente todo lo contrario al trabajo desarrollado con los códigos
simbólicos, en los que siempre permanece algo por desentrañar, un misterio
intangible e insondable que la mente humana no puede advertir por sus propias
limitaciones y que sólo es posible saber de su existencia por medio de la
intuición intelectual (emanación de la Inteligencia Universal e idéntica al
rayo buddhi de la tradición hindú como proyección directa de Âtmâ, el Espíritu), intuición que la
enseñanza simbólica ayuda precisamente a despertar poniendo al ser humano en
comunicación con sus estados más sutiles y superiores.
Toda la obra
de nuestro autor está ya contenida en el libro de la Rueda, como está contenido
el árbol entero en su semilla. Esto es así efectivamente, y en este sentido
queremos señalar que dicha obra no es el resultado de una “evolución” de su
autor a través de todos sus libros sino que las ideas esenciales que ha
desarrollado en ellos como una adaptación de la Ciencia Sagrada para nuestra
época ya estaban presentes en La Rueda.
Dicho de otra manera: en este primer
libro existe todo un programa que nuestro autor desarrollará a lo largo de su
obra escrita, pues él ya conocía perfectamente la Cosmogonía Perenne cuando lo
escribe, y lo que expresa en su contenido es la síntesis de ese conocimiento,
que se le había revelado, y desde luego no era ni «libresco» ni el resultado de
ninguna “erudición”, cuestiones éstas completamente secundarias, e incluso
adversas si se las toma como un fin en sí mismas cuando se trata de encarar la Gnosis,
el Conocimiento, que es el fruto de una experiencia directa y vivida de la
Sabiduría expresada a través de las ideas y los principios universales, manifestados
en las distintas simbólicas en las que investigó, fundamentalmente las de la
Tradición Hermética, nacida y desarrollada en Occidente, y la Tradición
Precolombina, ambas emanadas de la Tradición Unánime y Universal, a la que
finalmente conduce la enseñanza de nuestro autor. En este sentido, podríamos
decir que en cada uno de sus libros se habla de la Cosmogonía Perenne y sus
distintas disciplinas desde perspectivas diferentes, pero siempre convergentes,
es decir que representan otras tantas “aperturas” o radios que nos conducen a
un mismo y único lugar: al encuentro con nuestro Ser verdadero.
Hecha esta
puntualización, debemos decir que con la rueda nos encontramos ante uno de los
símbolos más primordiales y perteneciente a todas las tradiciones y culturas
sin excepción, pero al que, paradójicamente, y como se dice en las páginas de
El Simbolismo de la Rueda, no se le ha prestado la debida atención entre los
propios investigadores de la Simbólica: (1)
Esto se debe, en gran parte, al
hecho de que la simbología aparece, a los ojos de nuestros contemporáneos, como
una ciencia nueva, en el sentido historicista de este término. Siendo que tanto
los antecedentes de esta disciplina, como su razón de ser, se remontan
precisamente al símbolo, o sea, a la posibilidad de toda manifestación –actual
o pretérita–, entroncando finalmente con los orígenes no-históricos o
atemporales de cualquier expresión. Y a que esta expresión no hace sino plasmar
la energía esencial a través de una forma sustancial. Sin embargo nunca más
citados que hoy en día los autores que se han ocupado, en el pasado o en el
presente, acerca de los temas de la simbólica, que apasionan al investigador
actual, y en los que éste ve una posibilidad nueva, o una manera de acceder al
conocimiento (no a la suma de información o al enciclopedismo estéril)
auténtico. (Capítulo
II).
Precisamente,
el hecho de que el símbolo de la rueda no haya recibido toda la atención que se
merece, hace doblemente importante que nuestro autor le haya dedicado un
estudio completo, donde además lo relaciona con otros vehículos simbólicos
análogos y complementarios, como el Arbol de la Vida cabalístico, el Tarot, la
Ciclología, la Alquimia y el Simbolismo Constructivo (y con él la geometría y
la aritmética sagradas), y por tanto con el Arte y la Ciencia; o sea, las
disciplinas propias de la Tradición Hermética, rama de la Tradición Primordial
para nuestra época y nuestro entorno geográfico-cultural, y cuya doctrina e
ideas principales nutren la enseñanza transmitida en la obra que nos ocupa.
Estamos,
pues, ante unos textos que nos inician y guían en la Ciencia Sagrada mediante
una reactualización de la misma, convirtiendo a su autor en el más cualificado
intérprete de la Tradición hoy en día, en pleno siglo XXI. Y es llamada así,
Ciencia Sagrada, porque instruye al hombre en los principios destinados a regir
su vida con sabiduría, tal cual lo realiza Hermes Trismegisto, educador e
instructor mítico de los hombres, creador de la escritura y generador por el
Verbo o Logos espermático, el cual “hace nuevas todas las cosas”. Sin duda
alguna nuestro autor, en su labor transmisora de la Tradición, encarna a esta
entidad divina.
En la
representación simbólica, ya sea en su forma visual o sonora ha de existir una
causa de orden más profundo, su causa última, que es también la más próxima a
nuestra esencia. Entendemos que esto es lo que quiere decir la Cábala cuando
asigna al nombre de Atsiluth dos
significados: el de “emanación” y el de “proximidad”. Lo más elevado, y de
donde todo emana, resulta al mismo tiempo lo más próximo, lo más íntimo (2), y
esto es también lo que viene a decirnos la Tabla de Esmeralda cuando nos enseña
que lo de arriba y lo de abajo conforman una sola y única cosa:
El auténtico valor de los símbolos
no radica tampoco en sus efectos transmisores, que son secundarios, sino en la
(o las) causa (s) de su propia existencia. Es decir en lo que ellos simbolizan
en su esencia, lo que por otra parte justifica su intermediación. Y esta causa
(o causas) bien comprendida y vivenciada, se resuelve siempre en su unidad, que
no es sino afirmación o manifestación de sus posibilidades no-causales, valga
la expresión. (Cap. IX).
Es decir de
sus posibilidades metafísicas. Nuestro autor lo dice con toda claridad: el
símbolo siempre se está refiriendo, en última instancia, a la Unidad, pues la
dualidad característica de las «dos partes» que constituyen la dialéctica
interna del símbolo (lo de arriba y lo de abajo, la izquierda y la derecha, el
día y la noche, macho y hembra, etc.) evidentemente no se simbolizan entre sí,
sino que ambas son símbolos de la realidad vertical que es su origen y al que
las dos representan. (Ibíd.)
Como antes
hemos dicho, el fin último del símbolo es conducirnos a la Unidad metafísica, a
la síntesis de las síntesis. Más allá de ella nada puede ser contado, ni
medido, en su absoluta indiferenciación más que luminosa. Como afirman los
sabios cabalistas “¿más allá del uno, qué puedes contar?” Estamos ante un libro
fundamental en la bibliografía de nuestro autor; un libro que, al igual que
toda su obra tomada en conjunto, marca sin duda un hito en la historia de las
ideas herméticas y tradicionales. Y queremos adentrarnos en él como si
viviéramos una auténtica aventura del pensamiento, empaparnos de las ideas y
las imágenes que éstas generan en la mente, y que circulen libremente sin
ponerles ningún obstáculo. En definitiva, dejar que actúen y sean en nosotros.
El Simbolismo de la Rueda está dividido en tres partes, con
tres capítulos cada una de ellas, hasta conformar un total de nueve capítulos
(nueve como múltiplo de tres), número éste obviamente relacionado con la
circunferencia, con la circularidad, y por lo tanto con la rueda (3). Estamos
pues ante un libro que tiene la misma estructura del símbolo que estudia, pero
incluso aunque tuviera otra, y su número de capítulos no fuesen estos, no por
ello su autor hubiera dejado de entrelazar su contenido como “una especie de
cadencia circular, dada por la propia naturaleza del tema que hemos pretendido describir”.
Por eso mismo, el libro puede empezarse a leer por cualquier capítulo, que será
como el primero, o el último, con respecto a los demás, pues todos ellos se
remiten unos a otros, mutuamente, y son como los radios que simultáneamente
emanan del centro de la rueda, en este caso de la Unidad metafísica, eje en
torno al cual gira toda la obra.
Al comienzo
de la primera parte tenemos un capítulo fundamental, dedicado enteramente al
símbolo y la simbólica, pues así es como se llama: “De los Símbolos y la
Simbólica”, donde también se habla del rito y del mito, ya que tanto éstos como
el símbolo conforman los tres vértices de la enseñanza iniciática; el segundo
capítulo está dividido en dos partes y trata específicamente del símbolo de la
rueda, describiendo su geometría como expresión de la estructura sutil del
cosmos y del hombre, destacándose su inagotable riqueza conceptual, hasta el
punto que está presente, explícita o tácitamente, en todos los campos del saber
y de la actividad humana, siendo fundamental en la conformación de la cultura.
En este sentido, nuestro autor deja meridianamente claro que la rueda es un
símbolo presente en todo tiempo y lugar, y un instrumento civilizador por
excelencia; y el tercer capítulo (“Perspectivas desde el Arte”) habla
precisamente de ese hecho civilizador y cultural pero manifestándose en el ser
humano a través del Arte y su “actividad redentora”, es decir como “una
‘poética’ comprometida con el conocer del hombre”. En este capítulo podemos
leer lo siguiente acerca precisamente del símbolo, el mito y el rito:
El símbolo iconográfico está más
relacionado con el espacio y de hecho –como es notorio en los yantrams hindúes y en los iconos del cristianismo oriental– trata de inducir, o
crear, un espacio distinto en la conciencia de quien lo contempla.
El mito, por el contrario, podría
vincularse en mayor grado con el tiempo y en verdad nos conecta con un tiempo
diferente del cotidiano. En el templo se combinan estas dos características y
el espacio sagrado pretende ‘atrapar’ el tiempo de los héroes y los dioses.
El rito, por su parte, dramatiza (o
psicodramatiza, para hablar en términos modernos) la ceremonia, y reitera, a través
de la voz, el gesto y el movimiento, el tiempo y el espacio primigenios. Los
rescata a su virginidad y pureza original, otorgando al orden interno y al
pensamiento su auténtico valor, su intrínseca armonía.
Entre la
primera y la segunda parte encontramos el Cuaderno Iconográfico, al que ya
mencionamos en la nota 1. Allí dijimos que él está enteramente dedicado a la
rueda en diferentes tradiciones, mostrándonos así cómo este símbolo fundamental
ha formado parte del arte y la cosmogonía de todos los pueblos. No es por
casualidad que nuestro autor haya puesto este Cuaderno Iconográfico al final de
la primera parte, pues en cierto modo resume, a través de la imagen simbólica,
todo cuanto ha desarrollado en los tres primeros capítulos de la misma, donde
habla más específicamente del Símbolo, de la Rueda y del Arte, respectivamente.
La segunda
parte se abre con un capítulo (el IV) enteramente dedicado a la Tradición
Hermética (así se llama precisamente: “La Tradición Hermética”), y donde se
dice expresamente que ella es una rama de la Tradición Primordial adecuada a
los pueblos de Occidente en el actual ciclo humano. A través de un recorrido
sintético por su historia ejemplar, no habla de los valores esenciales de su
simbólica relacionada con la regeneración del ser humano mediante el aprendizaje,
conocimiento y encarnación de la Cosmogonía, soporte de los misterios del Ser y
de la metafísica. Allí podemos leer:
La obra
hermética se produce en la interioridad del athanor (analógicamente, del templo
del hombre). Lo
cierto es que esta Tradición propone el conocimiento mediante el estudio de la
cosmogonía. Estudiar las leyes cosmogónicas no supone la erudición literal, o
el cómputo de detalles banales, que para estas disciplinas son cosas
secundarias, si no a veces entorpecedoras. Conocer la cosmogonía supone
ser uno con ella. Estar vivo o haber nacido al verdadero estado humano.
Este hecho
asombroso incluye una pérdida y un hallazgo de identidad, una muerte y una resurrección, que
se realizan innumerables veces en varios años, en el athanor del
alquimista, su interioridad. Y le da también la materia con qué seguir
trabajando en este proceso alquímico, llamado también de iniciación en
la senda del conocimiento y de la vida real.
Conocer una
cosmogonía significa vivir el mandala tridimensional del cosmos. Conocer la
revelación de un universo y sus leyes, absolutamente diferente del que nos fue
enseñado. Donde los valores son tan otros, que únicamente pueden ser percibidos
por medio de una total conversión psicológica.
Este proceso
necesita de un orden y un trabajo. No sólo tiene enormes riesgos de desviación
de muchos tipos (los cuales, generalmente, son parte del proceso), sino que puede
resultar casi imposible de realizar, por indefinidos motivos. Se dice
que es difícil, pero no imposible. En el camino pueden quedar, entre otras
cosas, la salud, la fama o la honra, es decir, toda seguridad.
Pero la
recompensa es la identidad, el conocimiento, el ser. El aprendiz de alquimista está dispuesto a la
realización espiritual, que incluye el conocimiento vivo de las leyes del
cosmos, en definitiva, el conocimiento de sí mismo, y de la realidad, del
orden, de la vida. Recibirá, pues, lo que ha deseado, siempre que su
trabajo sea paciente y sacrificado [en nota: “En el sentido de sacrum-facere”] y pase las pruebas de los
héroes mitológicos.
Debe llevar
su trabajo hermético a todo nivel en su vida y su cotidianidad, pues se trata de la recuperación
de la luz –la lucidez–, utilizando el emotivo fuego de la sangre. El
estudio de las disciplinas herméticas y de los textos mágicos se
alternará con la constante meditación y el trabajo interno, sagrado, y se
sorprenderá entonces de verse cada vez más extranjero en el mundo de las
causas y efectos. [En nota: «Interesa destacar la fuerza energética de la
oración, su poder de concentración inmediato, la necesidad de la invocación
incesante de los nombres divinos, su repetido recuerdo, su memoria traída
constantemente al siempre presente».]
Ese espacio
interno podrá albergar las estructuras con las cuales construir un nuevo cosmos, o mejor, las
descubrirá en sí mismo y manifestándose por doquier. Podrá entonces
vivir de la mañana hasta la noche –y en sus mismas horas de reposo– un
nuevo mundo, cada vez más asombroso, cuya característica es la riqueza y
también el esplendor.
Siendo tanto lo que tiene en las manos, ha de tomar conciencia entonces de su responsabilidad con respecto a sí, y advertir que no ha sido por su mérito, ni un descubrimiento propio, lo obtenido, sino que simplemente eso es así, y que, además, a él no le pertenece. Y es más aún, reconocerá que su personalidad, tal cual la imaginaba, no existe. Debe entonces procurar manejarse con las estrategias propias de las artes marciales y equilibrar constantemente el recorrido de su camino, el manejo de su vehículo.
Este arte
requiere de una manipulación delicada y es probable que se aprenda a golpes; al
menos se trata de una ciencia de fuertes contrastes. Pero, perseverando hasta
el fin, logrará vivir en un mandala vivo, espejo del cosmos, donde toda cosa tiene
significado, en las tensiones y matices propios de la armonía y el orden
de lo creado, y de su sustento invisible y arquetípico.
Habrá
conocido la cosmogonía, y luego del bautismo lunar de Juan, de agua (de la ciencia de la escuadra),
y de haber recibido el bautismo solar de Jesús, de fuego (la ciencia del
compás), y cuando haya culminado este último proceso, entonces podrá
decirse que ha comprendido la esencia de la tierra y el cielo, lo que es
simultáneo con su llegada al centro y equivale a estar ya listo para
empezar su ascenso vertical, pues ha finalizado con los misterios menores.
(4)
A pesar de
su extensión, ha sido necesario poner esta cita en su integridad porque nos
habla de distintos aspectos de la iniciación hermética que merecen ser
recordados para que no haya confusiones acerca de lo que ella en verdad
significa, y que nada tiene que ver con los desvaríos del “ocultismo”
decimonónico, sino con una realidad que el ser humano necesita despertar en sí
mismo para lograr su regeneración y nacimiento espiritual.
Sin duda
alguna El Simbolismo de la Rueda es
un tratado de la Tradición Hermética, vivo, actual, y con toda la fuerza, la
belleza y la sabiduría de las ideas que nuestro autor ha logrado plasmar en sus
páginas. Trata y propone el conocimiento de la Cosmogonía mediante los vehículos
herméticos, como es el de la Rueda y de aquellos otros que aborda en el
capítulo V: el Árbol de la Vida Sefirótico
y el libro mágico-teúrgico del Tarot, todos ellos complementarios. En efecto,
estamos ante dos símbolos estrechamente vinculados entre sí y al mismo tiempo
con la Eueda, y, como ésta, fundamentales en la enseñanza de nuestro autor (5).
En el capítulo VI relaciona a la
rueda con otros símbolos de la Ciencia Sagrada: el centro y el eje, la cruz, el
cuadrado, el cubo, el triángulo, la Tetraktys
pitagórica, la espiral, todos ellos símbolos que se proyectan igualmente en la
construcción y constituyen sus módulos geométrico-numéricos; menciona asimismo
a la Alquimia y a la Astrología, las que conjuntamente constituyen las ciencias
de la tierra y el cielo, y donde está clara la correspondencia entre la rueda y
el Zodíaco (“Rueda de la Vida”), y también con el calendario, considerado
asimismo como una rueda, como lo es el simbolismo del circo (de circus, círculo), imagen igualmente de
la existencia humana y su deambular por el mundo.
Cellarius. Los movimientos de Venus y Mercurio
La tercera parte consta de tres capítulos como las anteriores. Los dos primeros (el séptimo y el octavo) están dedicados respectivamente a los ciclos y ritmos, y al modelo cósmico conformado por las dos mitades semiesféricas del cielo y la tierra, siendo el ser humano el eje que establece la comunicación entre ambas. En el séptimo, y teniendo siempre a la rueda como referencia, nos habla de una manera magistral de ciertas claves referidas al simbolismo cíclico, incluyendo dentro de él el proceso iniciático, que está jalonado por una serie indefinida de muertes y renacimientos. Asimismo nos instruye acerca de los ciclos y la ubicación del ser humano respecto a ellos, lo cual nos da una proporción entre las cosas, o sea la idea de un orden armónico que establece vínculos sutiles entre el cosmos y el hombre.
En el
capítulo VIII (“Las dos mitades del modelo cósmico”), complementario con el
anterior, se centra principalmente en la descripción de las energías y
tendencias (gunas en sánscrito)
presentes en todos los seres manifestados, simbolizadas por el juego de
tensiones de la cruz cuaternaria inscrita en la circunferencia, en la cual los
brazos horizontales constituyen el plano de manifestación, y los brazos
superior e inferior expresan su energía ascendente-descendente. Los gunas, presentes en todas las cosas y seres
manifestados pero en distintas proporciones, son tres: sattwa, rajas y tamas. Ellos conforman un conjunto
interdependiente, donde una sola y misma energía, al desdoblarse se polariza,
constituyendo un eje vertical por el que ascienden y descienden fuerzas,
equilibrándose en un punto medio o centro, que genera un plano horizontal de
desplazamiento de esa energía hasta sus propios límites, es decir, directamente
proporcional al juego de sattwa y tamas, al de la evolución y la
involución de un ser cualquiera, así fuese un hombre, una civilización o un
mundo. También contiene una serie de ideas muy profundas acerca de la ley de la
gravedad (a la que relaciona precisamente con la energía de tamas), en la que ve algo más que una
simple fuerza física y la identifica con principios de orden más universal,
arquetípico, “vinculado con cualquier forma de la atracción en diferentes
niveles expresivos”.
Y por
último, el capítulo IX está escrito a modo de conclusión y de síntesis del
libro, pero señalando también las analogías y correspondencias que la rueda
mantiene con otras simbólicas, como la música, la danza, el viaje y el
peregrinaje (asociados al laberinto), el rosario (rotarium) y la oración como reiteración rítmica y cíclica del
Nombre único, etc. También apunta interesantísimas reflexiones sobre el Sí
Mismo, en su vertiente manifestada y ontológica (el Ser universal, Brahma Saguna), e inmanifestada y metafísica
(el No-Ser, Brahma Nirguna). Las
últimas páginas del libro son un verdadero canto a la Diosa Sofía, presente de
principio a fin en todos estos capítulos reveladores y resplandecientes de
Belleza e Inteligencia.
En suma, que
El Simbolismo de la Rueda está
pensado para hacernos comprender en profundidad el carácter sagrado y revelador
del símbolo, lo que incluye naturalmente a su didáctica transformadora, que se
expresa tanto por la imagen (geométrica, plástica, constructiva, etc.) como por
el sonido y la palabra (el relato mítico, la poesía, la música, etc.), aspectos
que conjugados e interrelacionados entre sí en el alma humana, y con el auxilio
de las Musas y los dioses intermediarios, con Hermes a la cabeza, han dado
lugar al desarrollo de las distintas artes y ciencias (o sea a la cultura) tal
cual éstas se han expresado a lo largo del tiempo y la geografía.
Hasta aquí
hemos hablado a modo de introducción general de los capítulos que componen el
libro de La Rueda, y hemos visto cómo todos ellos están entrelazados y
conforman un conjunto perfectamente ensamblado gracias al conocimiento de
nuestro autor. Ahora nos toca desarrollar, a través de tres amplios apartados o
acápites, algunos puntos y temas que de algún modo sintetizan el contenido del
libro, (6) y creemos que es
inevitable que a veces se reiteren algunas de las ideas que ya hemos apuntado
anteriormente, pero siempre habrá en ellas aspectos diferentes o perspectivas nuevas
desde las que comprender el símbolo y la Cosmogonía Perenne. Los hemos
titulado:
“La Vía Simbólica”,
“La Rueda. El símbolo de los símbolos”, y
“La
Rueda como símbolo cíclico. La concepción tradicional del tiempo y del espacio”.
Notas
(1) Habría
quizás una excepción: el libro de Maryvonne Perrot Le Symbolisme de la
Roue, “que trata extensamente el tema, aunque desde una perspectiva
distinta –y convergente– a estos textos”, como señala el propio Federico en la
nota 14. Y ya que mencionamos esto, quisiéramos señalar que el libro de la
Rueda de nuestro autor es totalmente complementario con otra obra fundamental
dentro de los estudios de la Ciencia Sagrada: El Simbolismo de la
Cruz, de René Guénon.
(2) “Dios
está más cerca de ti que tu propia yugular”, se dice en el esoterismo islámico.
Lo “elevado” también puede entenderse en el sentido de su Trascendencia, y lo
“próximo” en el de su Inmanencia.
(3) Al hilo
de esto, anotemos la siguiente reflexión de Antoni Guri en su artículo dedicado
al libro de La Rueda (Symbolos nº 29-30): “El mismo libro constituye de por sí una
rueda, por un lado en cuanto a la forma en cómo está organizado y sobre todo en
cuanto a su esencia (…) Cada página por la que abramos el libro (o cada
párrafo, o frase) constituye un punto en la periferia que como tal dispone de
un radio que le conecta directamente a su centro, y así accedemos a él,
quedando aquel ámbito de nosotros mismos del cual partimos inmediatamente
iluminado, pues lo alumbra su origen, y a él dirigimos nuestra mirada para
reconocernos en cada una de las ideas-radios que nos guían y conforman”.
(4) En la
nota 69 de este mismo capítulo III, y acerca del significado de los misterios
menores, y su diferencia con los mayores, nuestro autor agrega: “Los misterios
menores corresponden a la totalidad de la obra alquímica y a la astrología y,
por lo tanto, a la vía lunar y a la solar, la obra al blanco y la obra al rojo,
los pequeños y los grandes viajes. En los misterios mayores, la idea de viaje,
y aun la de movimiento carecen de sentido”. Tendremos ocasión de ver cómo en
otros lugares de su obra Federico nos sugiere que los misterios mayores
estarían más bien relacionados con la iniciación polar.
(5) Este capítulo se acompaña con tres diagramas del
Arbol de la Vida cabalístico muy didácticos, y en donde también aparecen las
correspondencias de las sefiroth con
los metales y energías planetarias; asimismo los cuatro planos o mundos se
relacionan con los sólidos geométricos, con las cuatro calidades del tiempo
(lineal, cíclico, atemporal, eterno), con el simbolismo arquitectónico, con los
cuatro «palos» del Tarot, con los tres niveles de la manifestación (grosera,
formal e informal) y lo no-manifestado, al que se vincula con la ontología y la
metafísica, que está como su nombre indica «más allá» del cosmos, del Árbol de
la Vida, etc.
(6) El tema del
Arte que como hemos visto ocupa en el libro de la Rueda un capítulo entero, lo
hemos tratado con más amplitud en el capítulo VII, titulado “El Arte y el
Símbolo”. Lo mismo podemos decir del Árbol de la Vida y del código del Tarot,
sobre cuyas interrelaciones nos hemos extendido en el capítulo V, dedicado
exclusivamente a su libro El Tarot de los
Cabalistas. En relación al Arbol de la Vida nuestro autor lo menciona
constantemente en su obra, al igual que a la rueda, y necesariamente tendremos
que abordar su simbolismo en distintas ocasiones.
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