Capítulo I. La Rueda como un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (3)
LA VÍA SIMBÓLICA
Ya desde el primer capítulo de El Simbolismo de la Rueda, nuestro
autor comienza hablando precisamente del símbolo y de la ciencia que lo
estudia, la Simbólica, o la Simbología. Sin embargo, su “definición” la da en
el último capítulo de dicha obra, el IX, donde afirma que la Simbólica jamás ha
estado:
Sujeta a la sistematización, ni a la manía clasificatoria de la
epistemología (…) En verdad, la simbólica es una ciencia de estructuras, una
ciencia arquetípica, una ciencia de ciencias.
Tan alto concepto de la Simbólica, y del símbolo, reside en el hecho de
que este siempre ha sido el núcleo y la estructura didáctica de la Ciencia
Sagrada, que se ha ido actualizando permanentemente en conformidad con la
naturaleza cualitativa del tiempo manifestado en cada momento histórico. Esto
es precisamente lo que diferencia a la Simbólica de la epistemología, que nace
en el ámbito universitario moderno sin relación directa con ningún tipo de
tradición arraigada en la Filosofía Perenne, descrita por Federico en otro
lugar de su obra como una auténtica “panacea universal que diese respuesta a
todas nuestras preguntas”. Es muy importante entender este matiz, pues no es
posible conocer la verdadera naturaleza del símbolo y su potencia transmisora
si lo desligamos de la Ciencia Sagrada o Filosofía Perenne, de la que él es el
vehículo y el soporte, o sea de una cadena de testificación tradicional que, en
el caso de Occidente -y esto lo subraya siempre Federico- no es otra
actualmente que la Tradición Hermética, de largo linaje por otro lado.
El símbolo es, pues, el vehículo del Conocimiento, de la Gnosis. No es
ese Conocimiento, sino un medio para llegar a él. Esa es su función, nada más,
y nada menos:
Todos los seres y las cosas expresan una realidad oculta en ellos mismos,
la cual pertenece a un mundo superior, al que manifiestan, y son el símbolo de
un mundo más amplio, más realmente universal, que cualquier enfoque particular
y literal, por más rico que éste fuese. En verdad la vida entera no es sino la
manifestación de un gesto, la solidificación de una Palabra, que
contemporáneamente ha cristalizado un código simbólico.
Con estas palabras comienza el libro de la Rueda, hablando directamente
de la existencia en el mundo y en el hombre de realidades más sutiles y
universales, lo cual supone un reto y la posibilidad de emprender un viaje para
su conquista, o sea la aventura del Conocimiento. Este es el objetivo, si así
pudiera decirse, de esta Enseñanza: encontrar en uno mismo ese mundo, esa
“realidad otra”, que pudiera sacarnos de las limitaciones y condicionamientos
impuestos por la individualidad, que por el hecho mismo de ser un reflejo de lo
universal no tiene en sí misma su razón de ser.
Justamente esto, y no cualquier veleidad new age y
“pseudo-esotérica”, o de esos grupos cada vez más abundantes de “amigos del
misterio”, es lo que toda enseñanza iniciática promueve: ir a la causa y al
principio de las cosas. Y siempre se partirá del estado en que el ser se
encuentra, en este caso el estado humano individual. De la ignorancia
condúcenos al Conocimiento, nos dicen todas las tradiciones sapienciales. Tomar
conciencia de este hecho es de alguna manera empezar un proceso donde, sin
embargo, todo está por hacer:
Tienes que hacerlo todo, instaurar una creación, un orden, una
civilización, un lenguaje y un espacio absolutamente nuevos.
Estas palabras de Federico las encontramos en ese inmenso poema alquímico
que es En el Vientre de la Ballena (llevada al teatro por él mismo bajo
el título En el Útero del Cosmos), y que describen perfectamente el
momento en que se halla el ser cuando, tras haber caído el primer velo de la
ignorancia descubre una perspectiva de las cosas antes insospechada, y que le
ofrece la oportunidad de empezar conocer otros estados de su conciencia más
sutiles y menos condicionados. En efecto, tienes que hacerlo todo de nuevo
porque nada es lo que parece en este mundo de apariencias, el que Platón ha
descrito como una “caverna” habitada por sombras e iluminada por una luz que no
está en ella sino que procede del mundo arquetípico.
Se han de invocar, pues, esas ideas-fuerza que “están en nosotros” como
dice el Evangelio (“El Reino del Padre está dentro de vosotros”), y que toman
nombres de dioses, númenes, ángeles, de entidades sutiles, todos ellos
intermediarios, como el propio símbolo. Esa invocación del Mundo Inteligible es
de hecho entrar en contacto directo con su influjo espiritual. Los símbolos,
por un lado, velan su contenido a través de sus formas, cualquiera que estas
sean, pero por otro, y una vez nuestra mirada ha penetrado más allá de lo
aparente y periférico, nos revela ese contenido en todo su esplendor. Por lo
tanto el símbolo no nos es ajeno, y la mente humana no tiene otra manera de
aprehender las ideas si no es a través de su representación mediante las formas
y las imágenes simbólicas; y más aún: el símbolo está ya incorporado y es parte
constitutiva de nuestra identidad, o, como afirma Federico, consubstancial a
nuestro ser.
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