Capítulo I. La Rueda como un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (3)


Arcano XXII


LA VÍA SIMBÓLICA

Ya desde el primer capítulo de El Simbolismo de la Rueda, nuestro autor comienza hablando precisamente del símbolo y de la ciencia que lo estudia, la Simbólica, o la Simbología. Sin embargo, su “definición” la da en el último capítulo de dicha obra, el IX, donde afirma que la Simbólica jamás ha estado:

Sujeta a la sistematización, ni a la manía clasificatoria de la epistemología (…) En verdad, la simbólica es una ciencia de estructuras, una ciencia arquetípica, una ciencia de ciencias.

Tan alto concepto de la Simbólica, y del símbolo, reside en el hecho de que este siempre ha sido el núcleo y la estructura didáctica de la Ciencia Sagrada, que se ha ido actualizando permanentemente en conformidad con la naturaleza cualitativa del tiempo manifestado en cada momento histórico. Esto es precisamente lo que diferencia a la Simbólica de la epistemología, que nace en el ámbito universitario moderno sin relación directa con ningún tipo de tradición arraigada en la Filosofía Perenne, descrita por Federico en otro lugar de su obra como una auténtica “panacea universal que diese respuesta a todas nuestras preguntas”. Es muy importante entender este matiz, pues no es posible conocer la verdadera naturaleza del símbolo y su potencia transmisora si lo desligamos de la Ciencia Sagrada o Filosofía Perenne, de la que él es el vehículo y el soporte, o sea de una cadena de testificación tradicional que, en el caso de Occidente -y esto lo subraya siempre Federico- no es otra actualmente que la Tradición Hermética, de largo linaje por otro lado.

El símbolo es, pues, el vehículo del Conocimiento, de la Gnosis. No es ese Conocimiento, sino un medio para llegar a él. Esa es su función, nada más, y nada menos:

Todos los seres y las cosas expresan una realidad oculta en ellos mismos, la cual pertenece a un mundo superior, al que manifiestan, y son el símbolo de un mundo más amplio, más realmente universal, que cualquier enfoque particular y literal, por más rico que éste fuese. En verdad la vida entera no es sino la manifestación de un gesto, la solidificación de una Palabra, que contemporáneamente ha cristalizado un código simbólico.

Con estas palabras comienza el libro de la Rueda, hablando directamente de la existencia en el mundo y en el hombre de realidades más sutiles y universales, lo cual supone un reto y la posibilidad de emprender un viaje para su conquista, o sea la aventura del Conocimiento. Este es el objetivo, si así pudiera decirse, de esta Enseñanza: encontrar en uno mismo ese mundo, esa “realidad otra”, que pudiera sacarnos de las limitaciones y condicionamientos impuestos por la individualidad, que por el hecho mismo de ser un reflejo de lo universal no tiene en sí misma su razón de ser.

Justamente esto, y no cualquier veleidad new age y “pseudo-esotérica”, o de esos grupos cada vez más abundantes de “amigos del misterio”, es lo que toda enseñanza iniciática promueve: ir a la causa y al principio de las cosas. Y siempre se partirá del estado en que el ser se encuentra, en este caso el estado humano individual. De la ignorancia condúcenos al Conocimiento, nos dicen todas las tradiciones sapienciales. Tomar conciencia de este hecho es de alguna manera empezar un proceso donde, sin embargo, todo está por hacer:

Tienes que hacerlo todo, instaurar una creación, un orden, una civilización, un lenguaje y un espacio absolutamente nuevos.

Estas palabras de Federico las encontramos en ese inmenso poema alquímico que es En el Vientre de la Ballena (llevada al teatro por él mismo bajo el título En el Útero del Cosmos), y que describen perfectamente el momento en que se halla el ser cuando, tras haber caído el primer velo de la ignorancia descubre una perspectiva de las cosas antes insospechada, y que le ofrece la oportunidad de empezar conocer otros estados de su conciencia más sutiles y menos condicionados. En efecto, tienes que hacerlo todo de nuevo porque nada es lo que parece en este mundo de apariencias, el que Platón ha descrito como una “caverna” habitada por sombras e iluminada por una luz que no está en ella sino que procede del mundo arquetípico.

Se han de invocar, pues, esas ideas-fuerza que “están en nosotros” como dice el Evangelio (“El Reino del Padre está dentro de vosotros”), y que toman nombres de dioses, númenes, ángeles, de entidades sutiles, todos ellos intermediarios, como el propio símbolo. Esa invocación del Mundo Inteligible es de hecho entrar en contacto directo con su influjo espiritual. Los símbolos, por un lado, velan su contenido a través de sus formas, cualquiera que estas sean, pero por otro, y una vez nuestra mirada ha penetrado más allá de lo aparente y periférico, nos revela ese contenido en todo su esplendor. Por lo tanto el símbolo no nos es ajeno, y la mente humana no tiene otra manera de aprehender las ideas si no es a través de su representación mediante las formas y las imágenes simbólicas; y más aún: el símbolo está ya incorporado y es parte constitutiva de nuestra identidad, o, como afirma Federico, consubstancial a nuestro ser.

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