Capítulo I: La Rueda. Un Símbolo de la Cosmogonía Perenne (9)
Tonalpohualli. Códice Tovar.
LA RUEDA COMO SÍMBOLO CÍCLICO.
LA CONCEPCIÓN TRADICIONAL DEL TIEMPO Y
DEL ESPACIO (II)
A continuación, Federico González pone varios ejemplos para ilustrar estos
pensamientos que verdaderamente definen la acción de la Inteligencia que diseña
ese «plan arquitectónico» que es el cosmos. Así, alude a la «nave de la
tierra» que se mueve –con el hombre dentro de ella– a miles de kilómetros
por hora alrededor del sol, por ser el «astro rey» su centro, como el
corazón lo es del mundo celular.
Pero el sistema solar se inscribe dentro de un mundo mucho más grande que
es la Vía Láctea, donde asimismo habría un sol de nuestro sol (o sea la
imagen de un centro arquetípico), que cumpliría la misma función que la
célula con respecto a la molécula, y ésta con respecto al electrón; papel
que le corresponde igualmente a la naturaleza en relación al hombre, y a la
tierra con respecto a la naturaleza, y al sol con referencia a la tierra,
la cual le debe su origen, lo mismo que la naturaleza debe su existencia a
la tierra, el hombre a la naturaleza, la célula al hombre, la molécula a
la célula y el electrón a la molécula… Y acaba diciendo que:
En cierto sentido puede decirse que cada mundo más amplio es el origen, o
un padre, para el más restringido, y que éste juega el mismo papel con respecto
al que le sigue. Esta concatenación, que resulta perfectamente normal, tiene la
característica de sorprendernos en cuanto reflexionamos en las magnitudes
con las que topamos en nuestro intento de ubicación en la escala de lo
indefinidamente grande y lo indefinidamente pequeño.
Tomando como símbolo estas referencias espaciales, debemos decir que ese
mismo papel de generador o padre cumple el espíritu con respecto al alma y
el alma con respecto al cuerpo; éste está comprendido en el alma, y
el alma en el espíritu, que puede ser representado como el círculo más grande
que envuelve a los demás, lo cual es, por otro lado, una de las imágenes
simbólicas del cosmos utilizadas durante la Edad Media y el primer Renacimiento
(o sea antes de la «revolución científica»), donde observamos una serie de
círculos concéntricos que van envolviendo a la tierra y a los elementos
pasando por los círculos planetarios, el zodíaco, el cielo de las
estrellas fijas, el primum mobile, y finalmente las nueve jerarquías
angélicas, por encima de las cuales, y dando realidad a todo ello, se encuentra
el «trono divino» y la «luz infinita», identificada con el Principio
único.
A continuación, Federico pasa a
«traducir» esas magnitudes espaciales en términos de tiempo cronológico, y
naturalmente las «cifras» que resultan de ello son inconmensurables, es
decir se traducen en millones de años, lo cual para la «escala» del hombre
carece completamente de sentido y no dan la debida proporción. Por
ejemplo, cuando habla de los doscientos millones de años que tarda el sol
en recorrer su centro galáctico, lo cual constituye un «día» solar. O los
millones de años luz que se necesitaría para recorrer la distancia
que existe entre la tierra y una estrella cualquiera visible en el
firmamento, hasta el punto que los hombres actuales estaríamos viendo cómo
sería esa estrella hace millones de años, y no como es en la actualidad,
dándose el caso de que a lo mejor ya ha desaparecido y nosotros
continuamos viéndola, lo cual, dicho sea de pasada, nos ilustra acerca de la
«ilusión» de lo manifestado con respecto a su Principio eterno. Lo mismo
diríamos de las magnitudes de lo pequeño, donde el día de una célula es de
dieciocho segundos, el de la molécula apenas poco más de un segundo, y así
cada vez más reducido conforme vamos penetrando en mundos
inconmensurablemente más diminutos.
Esto lleva a la conclusión de que dicha proporción ha de buscarse en la
escala del sol y su sistema, según atestiguan además todas las
tradiciones desde la más remota antigüedad.
Haciendo un paréntesis, y hablando de la computación cronológica, que es
con la que dimensionamos el espacio, es decir con la que conocemos su
extensión, nos dice nuestro autor que ella es sólo uno de sus aspectos o
cualidades. El tiempo, afirma taxativamente, «está vivo ahora, como una
cualidad sensible del cosmos», y está vivo porque, como nos
recordaba páginas atrás, constituye «una categoría del alma, que nace del
interior del corazón y que constantemente se regenera a sí misma».
En cualquier caso esa computación cronológica es un «artificio» (en
el sentido que hace derivar esa palabra de «arte», y a su inventor, o
inventores, de «artífices» que lo han reproducido como una aplicación
derivada del modelo cósmico revelado) que tiene su lógica y su razón de
ser en el mundo del hombre, que utiliza dicha computación para ordenar su
existencia con respecto al perenne discurrir del tiempo, «fijando» ese
devenir (1) al comprender y vivenciar la «mecánica» interna de los
ritmos y sus ciclos del tiempo, que nacen y mueren a perpetuidad, y que el
ser humano también reconoce en sí mismo pues conforma un todo con
ello.
Hombre-Zodíaco. Las Muy Ricas Horas del Duque de Berry, 1416.
Chantilly, Francia.
Los ritmos y ciclos vienen señalados y determinados por ciertos acontecimientos
celestes, desde los más sencillos, como los ciclos del día, el año, las
fases lunares y los solsticios, hasta los más complejos como la precesión
de los equinoccios, los movimientos «retrógrados» de los planetas, y
aquellos que tienen que ver con la aparición de determinadas estrellas y
constelaciones (zodiacales, boreales, australes) en el firmamento, sus
marchas y viajes por el espacio sideral y sus posiciones en el mismo,
etc., que afectan no sólo a la existencia del hombre sino también a los
ciclos terrestres y naturales. En todo esto hemos de considerar
naturalmente el propio «movimiento», o mejor «movimientos» de la Tierra,
fundamentalmente el que realiza sobre sí misma, el de traslación en torno
al sol, y ese otro en sentido retrógrado y muy lento que realiza sobre su eje.
Todos estos movimientos, en fin, están engranados con el resto de los
cuerpos celestes y sus ciclos.
Cerrando este paréntesis, Federico vuelve a señalarnos nuevamente el
sentido de las proporciones como un orden inherente a la creación, así
como de nuestra ubicación con respecto a los ciclos; a partir de
ahí desarrolla una serie de ideas que nos parece no podemos dejar de
señalar porque, además de aclarar definitivamente en qué consisten las
cualidades inherentes a la cantidad, nos llevará a la «solución» de las
distintas cuestiones que se plantean en este capítulo, o sea al sentido de lo
que en él se dice.
De ahí que quiera destacar que los ciclos y nuestra ubicación
respecto a ellos, nos dan una proporción entre las cosas, idea muy cercana
a la de armonía –y justicia–, conceptos que están muy estrechamente
ligados a aquél de «medida» a que nos hemos referido, y que expresarían
las cualidades inherentes a la cantidad, y no sólo su magnitud continua y
sucesiva. (2)
Además, hemos dicho que cada ciclo o mundo es un símbolo de otro mayor o
superior; una imagen de un encadenamiento, que va más allá del tiempo específico del
ciclo, o mundo, que se toma como punto de referencia, y que pudiera ser
entonces considerado como extratemporal, con respecto al ciclo o mundo
menor, o no sujeto a las mismas «medidas», por referirse ambos a distintas
cualidades vivas del tiempo y el espacio, que conforman las diferentes
partes del Ser u hombre universal.
Nuestro autor se refiere aquí evidentemente a la «cadena de los mundos», cuyo
simbolismo muestra también la jerarquía entre los indefinidos estados del
Ser único, de tal manera que, en efecto, para un determinado estado o
mundo el que se halla por encima de él es más amplio y universal (incluso
extratemporal), (3) y por lo tanto sus parámetros son de una
naturaleza más sutil. Dicho de otra manera, ese mundo superior es la «causa»
del inferior, y así sucesivamente, de ahí la imagen de encadenamiento.
Pero desde el punto de vista del Ser universal (en el cual son absorbidos
finalmente todos esos estados y mundos pues son posibilidades de él
mismo), dicho encadenamiento no es tal sino que todo está «sucediendo»
ahora, simultáneamente, y sólo desde el punto de vista exclusivamente
humano, que está implicado en su «recorrido», se ve como sucesivo, es
decir vivido en el tiempo y el espacio. Continúa Federico:
Y esta proporción, o ritmo, «magnitud», o «medida»,
constituye el orden del mundo, su ley, en el que cada una de sus partes se
articula en proporción con todas las otras, (4) pero guardando una relación que
no siempre puede medir la serie numeral discontinua, puesto que en primer lugar
el cosmos no es un espacio absolutamente continuo, y en segundo término, no es
un modelo geométrico o mecánico, (5) sino un organismo vivo, o las posibilidades
que el germen o embrión porta en sí mismo. Debemos, por lo tanto, referirnos a
un orden, a un encuadre correlativo y proporcional entre el hombre y el cosmos,
dejando de lado los ciclos muy mayores, que son exclusivamente cósmicos, y los
muy menores, que ya no poseen una relación significativa con respecto al ser
humano.
Es evidente que la doctrina hindú sobre los ciclos no puede estar ausente
en ningún trabajo que aborde con seriedad un tema como este que es capital
dentro de los estudios simbólicos y tradicionales. Nuestro autor acude a
dicha doctrina para ilustrarnos acerca de determinados módulos cíclicos que sí guardan
esa proporción y medida con el ser humano, y por lo tanto con «su tiempo»
y «su espacio» en correspondencia con el mundo en que vive, es decir con
su escala dentro del orden o enmarque universal.
Para la tradición hindú, el kalpa es la medida o módulo de tiempo,
equiparable en otro orden al módulo espacial del sistema solar. Este kalpa
supone todo nuestro mundo, y es donde se da propiamente el estado humano
–expresado en los distintos manvántaras por las formas correspondientes a
las diferentes posiciones de los planetas y estrellas, y sus correlativas
mudanzas en la fisonomía de la Tierra–, que es un estado del Ser
universal, signado por el tiempo y el orden sucesivo, que caracterizan
precisamente a nuestro mundo y su desarrollo.
Como se sabe, un kalpa contiene una serie de
catorce manvántaras. De estos, seis han pasado y siete son los
futuros, pues nos encontramos actualmente en el final del séptimo. La
duración de un manvántara es de cuatro millones trescientos veinte mil años. La
duración del kalpa sería entonces cuatro millones trescientos
veinte mil por catorce, lo que daría un total de sesenta millones
cuatrocientos ochenta mil años, o un «día» de Brahma.
El año de Brahma se obtiene multiplicando esta cifra por
trescientos sesenta, o sea, veintiún mil setecientos setenta y dos
millones ochocientos mil años. Y la vida de Brahma dura cien años,
por lo que se debe multiplicar la cantidad anterior por ésta y obtendremos
así lo que los hindúes llaman un Para. Se trata de expresar de esta
manera lo indefinido, saliendo de toda proporción computable.
Naturalmente aquí no nos da la cronología exacta de
todos estos módulos temporales, sino que, como él mismo lo indica, todo
este conjunto de miles y de millones de años, debe ser tomado
como constituyendo precisamente un «símbolo-magnitud», tal y como sucede por
ejemplo con el número diez mil en la tradición china, o con el cuatrocientos en
las mesoamericanas, e incluso con el milenio en el
cristianismo, etc. (6). En efecto, Federico está aludiendo en realidad al tiempo indefinido, que
progrede ad infinitum, pues «a un Brahma le sigue otro Brahma;
uno se acuesta, el otro se levanta. No se pueden contar».
Pero el «progredir» del tiempo no es lineal sino cíclico pues está
sujeto a su constante regeneración, que es lo que hace posible
actualizarlo perennemente, poniéndolo «a nuestra disposición de manera virginal
por la repetición del ritmo fundamental del cosmos: su destrucción y su
recreación periódicas,» expresadas en este caso por el acostarse y
levantarse de los dioses, cuyo tiempo no guarda, como estamos viendo,
proporción alguna con el tiempo humano. (7)
Esa destrucción y regeneración son experimentadas constantemente por el
hombre, por ejemplo en el ritmo de su respiración, análogo al aspir y expir
universal; también esos ritmos y ciclos acompasan la vida de las civilizaciones
y el conjunto de la historia humana, organismos vivos que reproducen en
sus estructuras el modelo del cosmos.
Uroboros. Principio Fabrice, Delle allusion, imprese et emblema, s. XVII.
Nosotros entendemos que en este capítulo la intención de nuestro autor no ha
sido la de dar una explicación detallada de las edades cíclicas,(8) sino
la de subrayar sobre todo la naturaleza de los ciclos y los ritmos
en relación con el tiempo y el espacio, y tomar a su indefinitud y
vastedad respectivas como expresión del samsara, o sea de la «rueda
de las existencias», un símbolo claro de la manifestación universal. Pero
también nos está sugiriendo que ese trabajo de liberación de la rueda del
devenir que nos permite alcanzar el centro (el Ser) de la misma,
paradójicamente se tiene que realizar con ayuda del tiempo y del espacio,
pues es en ellos donde nos encontramos en el momento presente.
El tiempo y el espacio son los elementos vivos de la creación, y ellos,
en un proceso iniciático, pueden convertirse en los vehículos que nos
ayuden en nuestra labor de transmutación, habiendo interiorizado empero
una verdad esencial: que lo que «transmuta» son los estados de nuestro ser
sujetos a esa misma manifestación, jamás ese ser mismo que, identificado
con Âtmâ, «observa» impasible los «viajes» del jivâtma (literalmente:
el «alma viviente») a lo largo de la rueda, hasta que ésta «deje de girar»
y los «dos se hagan uno», lo cual es así desde la perspectiva del jivatmâ,
del hombre individual, no del Âtmâ, del Sí Mismo, que es
siempre «sin dualidad».
Por eso, en esta labor del reconocimiento de nuestra verdadera identidad es tan
importante ligarnos a una Tradición, en este caso la Hermética, y recibir
su legado sapiencial, que son las ideas universales expresadas a través de
sus códigos simbólicos, como las que aquí, a lo largo de este maravilloso libro
sumamente didáctico y rebosante de inteligencia, nos transmite nuestro autor, y
de donde no está exenta la belleza como ornamento y remembranza de la
Sabiduría:
Así, sobre el fondo prototípico de un proceso iniciático, se teje una historia personalizada, en la que el recuerdo de los orígenes y la memoria
de sí mismo son traducidos en el tiempo, como una evocación de la infancia en
lo que ésta tenía de más puro, o como la rememoración de vivencias
pasadas que fueron significativas y a las que se les descubre un sentido
que muchas veces yacía oculto por la maraña de la psique.
Este recuerdo del Sí Mismo, aunque sea frágil y fragmentario, por una
parte no se refiere a la personalidad tal como estamos acostumbrados
corrientemente a considerarla, y por otra, se relaciona con el hecho de ir
vislumbrando poco a poco una nueva dimensión del tiempo: el tiempo mítico
(o la anamnesis tal cual la consideraba Platón), mucho más real y efectivo
que aquel cómputo parcializado del devenir, el cual se nos aparece bajo
esta luz como un amorfo más o menos ilusorio.
La audición de esas voces internas, es lo mismo que escuchar al
hombre interior fuera de sus circunstancias externas; vivenciar el Ser, el
hombre universal, afortunadamente separado ahora de sus máscaras o roles y
también de sus variadas conductas y formas de existencia.
Se pasa así a vivir una experiencia mucho más cercana a uno mismo, que nos
va haciendo comprender una presencia que siempre ha estado allí, como un
invisible componente de toda individualidad. Ese conocimiento de la unidad
del Ser, a cualquier nivel que se produzca, se puede considerar como una
ruptura del espacio profano en el que habitualmente estamos encerrados, y
el acceso a otro plano, área o mundo, de mucha más sutileza y calidad, y
por lo tanto de mayor riqueza cualitativa.
Se opera, por eso mismo, una ruptura de nivel espacial, a partir del
tiempo tomado como un soporte de la eternidad, ya que él mismo constituye
una manifestación refleja, o invertida, del no tiempo –o de otro tiempo–,
que en la línea de nuestra horizontalidad histórica se comprende como algo
anterior, cuando en verdad ese tiempo mítico vertical coexiste con la
sucesión, razón por la cual de aquél puede decirse que: «es una imagen
móvil de la eternidad».
De ahí que no pueda verse a la creación:
Como algo absolutamente
histórico, cuando en verdad éste es sólo un punto de vista, ya que el hecho
creativo no es únicamente horizontal, sino que fundamentalmente es vertical,
en cuanto a que el origen presente en cada forma substancial es
extratemporal y no signado por el tiempo y el espacio. Ese origen de todos
los ciclos es el ciclo prototípico, que en su dimensión increada está
siendo siempre.
En realidad, lo que toda esta simbólica de las magnitudes temporales nos
está indicando es que el tiempo indefinido no está sujeto a medida alguna,
y que por eso mismo es también un reflejo móvil de la eternidad; el tiempo
deviene siempre, y el paso de un ciclo a otro no interrumpe ese devenir,
sino que lo regenera permitiendo su perpetuidad cíclica. Pero quien
advierta esa perpetuidad indefinida y perenne viviendo la experiencia de
un proceso iniciático, tarde o temprano superará esos límites mentales que hasta
entonces le impedían conocer otra calidad del tiempo (y del espacio)
completamente distinta al ordinario: el tiempo mítico, no sometido a esas
coordenadas, y en el que las cosas y las concepciones cotidianas pasan a
ser completamente otras cosas y otras concepciones, «pues el ángulo de
visión ha sido alterado por el conocimiento de lo supra-histórico y lo
sobrehumano», o sea por el recuerdo del Sí Mismo.
Las medidas, magnitudes y proporciones espacio-temporales constituyen leyes que
se refieren al orden cósmico, a la Cosmogonía como un juego de «relaciones
inteligentes» que posibilitan el encuadre donde los seres y las cosas se
manifiestan y desarrollan sus posibilidades existenciales; pero en el
tiempo mítico, «antesala» del eterno presente, la Cosmogonía es vivida en su
origen, en ese ciclo de ciclos prototípico, sin dimensión creada y en una
actualidad siempre renovada, pese a lo cual es coetánea con cualquiera de esas
medidas, magnitudes y proporciones espacio-temporales.
Finalizamos con esta otra cita de nuestro autor escogida en este
caso de El Simbolismo Precolombino, que al mismo tiempo que
está relacionada con todo lo que estamos diciendo, nos servirá de
introducción al siguiente capítulo dedicado a este libro, el cual es,
como El Simbolismo de la Rueda, absolutamente fundamental en
los estudios sobre la Ciencia Sagrada en nuestra época.
El tiempo no ha sucedido antes ni sucederá después porque siempre está
sucediendo, constantemente es ahora, y abarca la totalidad del espacio, donde
se expresa de modo continuo como algo sobrenatural cargado de energías constructivas y
destructoras representadas por númenes y cifras sagradas según puede
observarse en sus calendarios. El movimiento, que es una imagen de la
inmovilidad, es la huella visible que ésta deja al manifestarse, gracias a la
cual podemos acceder a la eternidad de su reposo. Y es mediante las
analogías, que vinculan a los símbolos, los mitos y los ritos con su origen increado,
que el ser humano podrá jugar su papel y cumplir su destino en relación con las leyes y las estructuras del modelo cosmogónico. (9)
Notas
1) Devenir que de ningún modo es
uniforme, pues «las épocas cronológicas de igual duración no responden
necesariamente a tiempos equivalentes», es decir que a pesar de durar lo
mismo, la «calidad» del tiempo es distinta ya se trate de una época u otra. Lo
mismo sucede con el espacio, pues si bien «el espacio geométrico es uniforme,
el físico no lo es. Se puede hablar de un espacio cuantitativo o
mensurable, que se supone homogéneo, pero el espacio no es sólo la
cantidad, sino también la cualidad de los elementos que lo componen. [En
nota: «Para Alan Wats: ‘El espacio y mi conocimiento del Universo son lo
mismo’»]. Más adelante nuestro autor habla precisamente de la rueda como espacio,
y pone al símbolo del mandala (literalmente círculo) como ejemplo de ello.
2) Estas palabras nos parecen de una precisión y belleza realmente
iluminadoras. Nos hacen recordar inevitablemente lo que se dice en el
libro de la Sabiduría (XI, 20), que el Gran Arquitecto: «ha dispuesto de
todas las cosas en medida, número y peso».
3) De ahí que lo englobe o comprenda, y la imagen que aquí surge es la de los
círculos concéntricos, de la que ya hemos hablado en una nota anterior.
4) Más adelante, y para indicarnos la importancia del delicado equilibrio en
que se encuentra el orden universal, leemos lo siguiente: «Si se alterasen
las proporciones, las magnitudes, las medidas de este equilibrio armónico, si
la Tierra se alejara o se acercara al sol desmesuradamente, se acabaría la
vida por congelamiento o por evaporación, por el excesivo apretujamiento
molecular de lo compacto o por la dispersión molecular de lo gaseoso». A
continuación extraemos la siguiente enseñanza: «Lo que nos expresa bien a
las claras la relatividad de aquello que tomamos como algo fijo, real e
inamovible, cuando es evidente que se trata de todo lo contrario. Sobre
todo si consideramos que este permanente
reciclaje de los elementos se
produce igualmente, y con las mismas características, en el hombre, y que,
más allá de ser sucesivo se da en forma simultánea».
5) En nota escribe estas oportunas líneas: «La simbólica y la geometría son
vehículos, enseñanzas didácticas para comprender el cosmos, pero no el
cosmos en sí».
6) Evidentemente estos símbolos-magnitud tampoco hay que tomarlos como si
fueran años cronológicos. Por eso cuando nuestro autor habla de la edad
del manvantara calibrándola en cuatro millones trescientos
veinte mil años está refiriéndose efectivamente a un símbolo-magnitud, no
a la «edad real» del manvantara vertida en años humanos. Esto va también
para el kalpa. Añadiremos que todos los números cíclicos están
relacionados con la división geométrica del círculo, que recordemos tiene
360 grados, múltiplo de nueve.
7) Dice Federico a este respecto en una nota: «un milenio no es ni la fracción
de un segundo en la vida de un dios».
8) Este tema lo ha tratado Federico en varias oportunidades a lo largo de su obra,
sobre todo en el ya citado «El Ser del Tiempo» en Simbolismo y Arte, y
también en los dos últimos capítulos de El Simbolismo Precolombino. No
olvidemos tampoco el acápite «Astrología. Precesión de los equinoccios»,
en el Módulo II del Programa Agartha, y por supuesto los cuatro números
de la revista Symbolos dedicados a la Ciclología, dentro de los cuales
aparece la traducción de uno de los estudios más importantes de René
Guénon sobre el tema: «Algunas observaciones sobre la doctrina de los ciclos
cósmicos», incluido en su libro Formas Tradicionales y
Ciclos Cósmicos.
9) El Simbolismo Precolombino, cap. III.
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